TIEMPO ENTERO / FRANCISCO LEÓN / Poesía completa 1999-2006

Cartografía (1999)/ Tiempo entero (2002)/ Terraria (2006)

miércoles, 26 de agosto de 2009

TERRARIA [Primer Premio Mârius Sampere, La Garúa, 2006]

I

TERRARIA



Y yo soy Thot, el que anuncia la aurora,
el que posee la visión del porvenir, el que administra
el cielo, la tierra y la Duat, el que ha creado la vida para el hombre.

Libro de los Muertos


Macho cabrío, de hirsutas llamaradas. Chivo de mil cuernos. Gran masturbación solar en la llanura solitaria. Sol de galera, fornido en su trono, atronando con martillos de fuego los vulcánicos yunques. Galera ilusoria remando en medio de la nada. Desierto escorial de esqueletos, extensión terraria dejada al albedrío de los vientos. Fanal de serpientes. La casa envuelta por los brazos enormes de una higuera. Hidra de leprosas cabezas llamando en las persianas. Arriba el sol derrama su leche sulfurosa. Cigarras gritando contra el cielo. Tierra reseca en la llanura de harapos. Sol loco. Ropas podridas, guedejas. Botellas rotas. Estacas fantasmas. Cactus purulentos. Alambradas partidas. Por un camino pedregoso te acompañan lagartos lazarillos. Vas por la llanura aplastada. Dejas la casa a lo lejos. Sólo uno o dos arbustos raquíticos resisten la galerna de estas arenas infames. El sol te ciega. Consigues ver huesudas colinas de piedra blanca, extendidas suavemente. Pedregales aletargados. Chispas. Surgen aquí y allá remolinos de polvo que son gentes. Que son perros. Que son momias.

Cierras los ojos y pasa el espejismo.
*


...nemmeno quaggiù
nel sud profondo
di merda

Leonardo Sinisgalli


Ahora, al ver estos caminos estragados entre tumbas de arena, con calveros aquí y allá, estas llanadas hoscas en donde apenas brilla, rota, una botella abandonada entre nopales, al ver estos caminos, ahora que has parado el coche en este Sur remoto, recuerdas aquel perro que vivió largos años en la casa de la abuela, y que tú cuidaste con delirio, niño aún entre las calamidades de la vida. El perro aquel que muchas veces en tus brazos consolado se dormía. Recuerdas las noches de verano, cuando las voces familiares llegaban de sus mundos ajenos a la baranda de la abuela; el perrillo ladraba de puro contento, y tú y él pugnaban por alzarse, a saltos, a los brazos del padre que venía de lejos, de los barcos. Un día, cuando bajabas el barranco entre las cañas, el perro ya no acudió a tu llamada, pues fue llevado al hondo Sur, te dijeron. ¿El Sur? ¿Qué era el Sur?, preguntaba el niño jugando entre las piernas de la abuela. Hoy, después del tiempo, ya lo sabes. El Sur es esta mierda. Estos calveros infectados de pulgas, estas parameras de dolor en donde nada vive, salvo la extrema ceropegia venenosa, la planta fea entre chatarras y latas oxidadas, la dedos-de-muerto, la planta mataperros.
*



Vas caminando hacia una playa por tierras tumulares, hacia no sabes dónde. Has atravesado durante horas la extensión solar, el leprosario perdido de las horas. Has cruzado hace poco ante cuatro casuchas derruidas. Has lanzado con furia unas piedras a los lagartos de las empalizadas. Hay volcanes dormidos al fondo de los páramos. Una carretera en medio del llano. Verrugones de tierra. Arenas. En uno de los cuartos sin techo has encontrado restos de habitantes anteriores. Botellas vacías de colores trasquemados. Mantas podridas al sol. Colchones. ¿Quién vivió aquí, en la devastación absoluta? Nada de esto es posible, te dices. Estás escribiendo. Solo es escritura, sólo son signos. Imaginarios garabatos que sobre el papel toman vida. Homúnculos apestosos. Te acercas despacio. Andas, como borracho, hacia unos barriles oxidados. Golpeas con tus zapatos unas latas. Huyen lagartos y alacranes de una mancha de sombra. Abajo, en la rambleras, junto al pozo, el viento silba lejano entre las cañas. Sigues. Andas. Ando en silencio. Sólo es escritura, sólo son signos. Te adentras en los ardientes carascales. En la terraria negra. Rodeas unos cráteres enanos. Pasas entre nopales sarnosos.

Vas caminando hacia ninguna playa.
*



Para Màrius Sampere
Para Laia y su niño

Me adentro desnudo en el desierto, descalzo como un monstruo avaricioso. Huyo con la cerviz inclinada contra el suelo, para abrir en secreto el óvulo dejado esta mañana por el mar. Pensé: «Lo llevaré hasta el templo, más allá de la última playa, a donde nadie ha ido, hasta el lugar que sólo yo conozco.» Lo llevo ahora en mis manos y siento que en mi pecho se desbocan tambores de impaciencia. Cruzo las parameras solitarias, los tarajales orinados por cabras ilusorias. El óvulo es pesado, como un cuerpo que contuviera un ser dormido, un pez o un tritón. Tomo al fin una piedra afilada y lo golpeo con furia hasta que estalla y su pulpa melosa y roja y espesa mancha mis manos, y mis labios, y mi boca la recibe con ansia y paladeo como un monstruo avaricioso el fruto potente del origen.
*



Para Iván Cabrera Cartaya

Pequeño homenaje a Joan Brossa


Al llegar a aquel pueblo de extraño nombre, comprendí que me hallaba solo y perdido en el valle de los muertos. No había nadie paseando por la calles, nadie en las altas murallas de mi encierro, nadie en las almenas de los cipreses transparentes. Aburrido, recuerdo que bajé por una judería, y al desembocar en la plaza solitaria, vi junto a una fuente a un grupo de muchachas que hablaban entre risas la lengua de los griegos. Al acercarme a ellas y destocarme el sombrero con gracia de cortesano, vi que no eran muchachas, sino estatuas de rígidos senos, y vi que en sus ojos vacíos se acumulaba la sombra y el tiempo igual que agolpa en las ruecas de las Parcas. Quise, decepcionado por mi encuentro, enjugar el sudor de mis sienes en el agua de la fuente. Pero tampoco era agua lo que había, sino polvo, polvo y fragmentos de un libro escrito con versos de poetas venerables.
*



Uga, recóndita hoya en espiral cerrándose lenta sobre sí misma, hacia sus intimidades de piedra. Casas blancas —cubos blancos— como terrones de azúcar. Caserío durmiendo su siesta bajo el relámpago del sol, sobre brasas de lava. Caserío de azúcar blanca calcinada, portal de belén paralizado, acertijo de espinos y silencios. Uga, recóndita hoya en espiral, rodeada de domos negros, de cráteres dispersos que no levantan más de la medida de un hombre. Diadema de escoriales relucientes, de estériles peonías, de prolongadas ringleras de palmeras, de achaparrados sauces, de quemadas acacias.
Una brisa cruza de cuando en cuando el pueblo, ventila las gavias, los crujientes barbechos, levanta gravillas de los testes, comba los hierbajos camineros, serpea aligerada rumbo a los arenales, retoza con fibras junto al asfalto, cruza la carretera, llega hasta las piedras blancas que señalan los bordes de la casa, busca la ventana verde y sopla sobre este cuaderno. Desordena estas notas, las agita. Sólo queda un palabra.
*


Para Jordi Doce


Me dijeron que ocupaban sus sillas con medido esfuerzo, que desplegaban sus mapas, que el sol de súbito invadía. Me dijeron que pasaban toda la mañana bebiendo sus cócteles, charlando animosamente en lenguas extrañas. Dicen que imaginaban rutas, caminos entre montes cuaternarios, vegetaciones fibrosas, frutas de pulpas fluorescentes, arborescencias gigantes, selvas inextricables. En el hostal de la última isla, el hotel azotado por tifones eternos, por alocados vientos, por oleajes de cantos extraños y fanfarrias. De cuando en cuando, un grupo, perfumados ya al alba, impelidos por fiebres visionarias, partían del hostal atravesando las vaporosas llanuras de azufre, los roquedales leprosos de lava negra. Bastaban dos o tres días de excursión. Mientras tanto en el hostal sólo había que dormir, descansar durante las tediosas horas del sopor insular. Esperar a las lluvias. Al cabo regresaban del interior, con sus cuerpos llagados, resecos. Tan sólo unas jornadas de agonía eran suficientes. Las enfermeras subían y bajaban, ajetreadas por las escaleras. Murmuraban en los rellanos, cambiándose frascos vacío por frascos llenos. Luego se celebraban en silencio las nuevas exequias.
*



Tazas de café sobre la mesa, vacías. Hay unos granos de azúcar sobre el hule. Rutilan como astillas de diamante todas por el sol. Oímos sólo el tic-tac molesto del reloj que cuelga en la pared de la cocina. Todos en la casa han ido a sus quehaceres solitarios, a sus recintos hipnóticos de recuerdo. En el jardín de reluciente rofe negro un hombre flaco duerme. Es el pintor. Ha extendido su manta sobre la sombra deshilachada de una acacia. Ha mirado su invento pobre. Falta algo, se dice. Entra en la casa. Sale. Ha acomodado una vieja almohada de tela de saco. Mira de nuevo su invento. Asiente. Luego se ha recostado sobre su lecho. Ahora el hombre duerme boca arriba, las manos sobre el pecho, los dedos entrelazados. Sus pies están orientados hacia el tronco de la acacia. De vez en cuando los mueve, los reacomoda, tiemblan. Muy cerca dos lagartijas se disputan la fantástica posesión junto al gigante. Una acude presta hasta un zapato, agita sus patas. La otra fustiga con aspavientos y carreras. La primera huye, se vuelve malhumorada. La otra campa con orgullo. Se hacen muecas de advertencia. De nuevo regresa. Y así.

Así pasa el tiempo de la siesta en Uga.
*



Vas por un camino de humo, borracho, sumergido en el fuego vaporoso de la tarde, vas coronado de perfumes brillantes que nimban tus sentidos. Aún llevas la botella en la mano, ya vacía. De vez en cuando te detienes, miras en el cielo las formas de las palmas. La claridad desciende por tus ojos cegados, y resuena en los yunques de tu materia. Todo es nítido y perfecto en esta hora de efluvios. Entras y sales torpemente de la sombra que el muro derrama en el camino. Alguien, al verte pasar, se ríe. Ya no vas por el camino soleado, es el camino quien te guía y te susurra al oído las palabras. Ver —te dices— el fulgor de los mares colmando la tarde hasta la cima misma del ahogo, ver el flujo ambarino recostado sobre el lecho de algas, la materia viva y la materia muerta. Ver o soñar la materia muerta en diálogo con la materia viva, soñar o ver la claridad de las esferas, soñar toda esta ceniza alimentándose de más ceniza en un ciclo que salva y supera nuestra mente. Ver o soñar, devorar con los ojos. Ser el vidente, ser el médium que sueña lo real para salvarlo. Y sumido en estos pensamientos te adentras en la playa, y allí mismo te acuestas, lúcido animal beodo en la luz saturnal que es materia y que es tiempo, y te duermes en el tiempo, en sus altos remansos, en sus corrientes, en el organismo sin fin del más grande conocimiento.
*



Subo despacio por la cuesta de cipreses. No se oye más que un murmullo de cigarras, la fosforescencia del mar que destella en la costa. ¿A qué hueles? Olor a la herrumbre del azufre en los parrales, olor a esta teoría de lavas —ácida moribundia, metafísica insoportable de la roca, quebrándose en su íntima ignición—. Subo despacio por la cuesta de cipreses. Entonces —así escribes— era un niño. Voy por el camino que bordea las murallas del cementerio, y alguien me toma de la mano, me guía entre las tumbas, me dice nombres y señala sus fotos. ¿Recuerdas el trato venerable con los muertos? Continuo escribiendo. No se oye más que un murmullo de cigarras, la fosforescencia del mar que acude de los cielos. Otra vez subo despacio por la cuesta de cipreses. Recomienzo, escribo. Ahora lo recuerdo: flores frescas a cambio de jugos podridos, agua fétida en vasos añejos donde se pudren todavía los claveles que dejamos un domingo. Alguien te toma de la mano, miras su rostro, no es nadie. ¿A qué hueles? Aquí se disecan calaveras, se despilfarran uñas, se mezclan cabellos con turba de palomas. Hiede a cera, a óxidos. Recomienzo, sigo escribiendo o sueño que escribo. Voy por el camino que bordea las tumbas, el calor nimba mi cabeza. Leo los nombres en las cruces blancas. Yace aquí la estirpe de mi padre, la que en mí se detiene sin la promesa de un mañana. Hiede a cera, a humo negro, a basuras que quemaron. Comienzo, escribo de nuevo, recomienzo. Subo despacio por la cuesta de cipreses, escucho las cigarras ocultas junto al muro, el mar descansa sus columnas sobre el cielo —sólo siento esta ácida moribundia, la metafísica insoportable del regreso. Subo despacio, recomienzo, ando, escribo.
*
Para Marta


Una vez, en los tiempos primeros de la infancia, en un descampado de escombros y viviendas vacías, vi a unos muchachos, casi desnudos, jugando con un perro. Entre ellos cruzaban palabras que yo no comprendía, acariciando sus orejas y su lomo blanco. El perro iba de uno a otro, raspaba la tierra con las uñas y quedamente ladraba. Los muchachos, sentados a la sombra bajo el sol, fumaban un único cigarro que uno a otro se cedían con halagos de viejos camaradas. Uno de ellos tomó de pronto al perro por la cola, lo alzó en el aire, colgando en su puño apretado con fuerza. Un grito ahogado salió de sus pulmones. Y en corro se rieron del pequeño animal, de sus ojos despavoridos y sus muecas inútiles. Uno de los muchachos apagó la colilla contra el suelo y, como quien prepara su cuerpo para un trabajo fatigoso, mesó sus cabellos. De los escombros tomó un palo. Vi después caer al perro sobre la tierra, aturdido, tratando de mantenerse en pie y acaso huir. Luego hubo silencio, y el bulto absurdo de la muerte rodeado de polvo. Nada dijeron aquellos —de pronto para mí— hórridos hombres. Recogieron sus camisas, puestas en los hombros, y explanada adentro marcharon por un camino que a ninguna parte llevaba.
*
Huesos, vidrios, calaveras sonrientes de perros. Pellejos secos, garabatos de alambre enredados en pelos de muerto. Tachones, herrumbres, clavos, dientes. Ringlera de arbustos muertos junto a una acequia. Por aquí no ha pasado agua en siglos. Me parapeto en la sombra de unos cobertizos. Me acerco despacio. Ando, casi borracho, a tientas en las sombras que ha cegado mis ojos. Oigo el agua podrida en el pozo cerrado, el pozo cubierto con recortes de chapas oxidadas. Una goma de coche junto al quicio de la puerta. Un perro echado en los cartones. Leo los nombres grabados en el muro, la fecha antigua. Esta tierra era nuestra —me dicen—, era una tierra transparente y vacía. Entro más en la sombra, en la turbación de unos muros desdentados: soy ellos. Tierra infértil como una llaga purulenta. Leo los nombres grabados con tizones. Nosotros bebimos el jugo espeso de esta tierra. Le hurtamos el secreto que alimenta de acónito la entraña. Me han hablado los espectros. Poco a poco la pudre ha anegado los cuartos, ha taladrado con sus termes los maderos, las tejas han caído. Los muertos se llevaron los galpones. He de cruzar este pueblo sin vida, me digo, huir de este espejismo insoportable. He de seguir hacia la playa, más allá de los últimos torrentes de lava inhóspita, y allí, entre las algas secas, vomitar el jugo verdoso de la videncia horrible.
*



Contemplo la centaura reseca al pie de estas columnas, los torsos de arenisca de estas deidades desenterradas, expuestas al turista, y comprendo en sus muslos los signos inútiles de una adoración divina. El grupo de franceses con el que he desembarcado rumorea al fondo, ante un frontón ligeramente declinado hacia el borde encendido del mar. Pienso que, en realidad, no hay nada divino en estas excrecencias cronológicas, salvo el tiempo mismo y su quietud bruta. Me aparto un momento por los frescos ramblizos de cipreses. A solas escudriño en vano estos falsos símbolos micénicos, donde sólo se suceden el lagarto astuto y el polvo. Con qué sosegado mutismo lamen el aire y la luz los últimos instantes de la tarde, los frutos disecados de las parras. Hierbas quemadas bajo la sublimación soberbia de las columnas, cuerpos mutilados de dioses, denigrada existencia sobre el mármol. Contemplo la centaura, esta hierba humilde entre las piedras, y me digo, cómo no bajar, entonces, andando hacia la sombra de esas ramas, junto al muro. Ir descifrando al fin los signos, atravesar al cabo el tedioso espesor de este hastío al que he venido.
*



Para Pedro Tayó


Es menester dirigirse a las afueras del pueblo, huir bajo el sol tirano de las tres de la tarde, echar a andar tierra adentro, adentrarse en los torvos malpaíses de la Almurcia, trasponer con pie ligero por Las Lenguas —los cráteres gemelos—, cruzar junto a una higuera de retorcidas falanges, atravesar los testes de zahorra, saltar los desdentados lomos de los muros, girar sobre el eucalipto enano, sortear los costrones de lava, evitar las cuchillas de afilada piedra, deslizarse entre dunas de rofe, bajar a la hondonada a donde ninguna cosa llega, ni sonido, ni voz, ni brisa. La hondonada en la que entran, a solas, el pintor y el amigo. Vemos los primeros osarios. Detrás de un campo de escorias se oye el canto de un pájaro de ignorado nombre. Canto sin apenas aliento, afónico. Sello de lacre sonoro para la tumba. ¿Estamos pisando tierra santa? Aquí y allá desperdigados esqueletos sobre el rofe. Costillones blanquísimos. Jerigonza de huesos retorcidos como alambres. Quijadas sonrientes bajo el sol. Osario mudo. Dientes anónimos. Vértebras calcinadas. Estamos pisando tierra santa, estancia tumular, abandonado cementerio de camellos, recinto de sacrificios.
*



Sol de justicia. Malpaíses de negrura adusta combinados con rubios médanos desiertos. Salinas arrasadas, arrasadas arenas, disparadas tierra adentro desde el mar atormentado. Contemplas el extremo lugar. Contemplas los arenales naufragados entre juncos y vegetaciones famélicas, maderas que flotan en las aguas sin vida, excrecencias marinas, sogas, fragmentos, medusas purulentas, peces podridos que vagan en las ágiles corrientes solitarias. Arbustos combados, devorados por sales corrosivas, cactus bajo el azote sulfuroso de furibundos temporales, plantas deshidratadas bajo las fustas de este viento leproso que jamás termina, este viento que aúlla en su inclemente paso hacia la nada.

«Órzola», dice el letrero.

Salinas de aguas fétidas. Oleajes apestados. Pájarracos mudos, de cuerpos contrahechos, encorvados, petudos, jorobados, de enormes zancas. Pajarracos a la rebusca de la paupérrima carroña. ¿Quién osa vivir aquí, en este lugar dejado a su suerte, olvidado en el más extremo de los sitios, quiénes sino estos extranjeros errabundos, enfermos, morosamente cristalizados bajo el cielo agonizante de la desconocida Órzola?
*



Para Paula


Un día habrá en que ya no recuerdes la dicha del comienzo. Un día lejano olvidarás el camino que llevaba a una playa de médanos ardientes, en el profundo Sur. No sentirás la mano que tomaba la tuya, y con temblor inocente te ofrecía la pasión que vibraba en su cuerpo, joven aún, y más sereno que el tuyo. ¿Recuerdas aún aquel pájaro que vino de un viento de oleajes, y se posó junto a los amantes, a contemplarlos, ambos desnudos, anudados con fuerza, lejos de los hombres y su garra? Todo será olvidado un día: la saliva de la lengua que calmaba el deseo, el pulso de una sangre coronando los senos, el arco de la espalda bajo el punzón del sol, el gemido de la boca como un pájaro a punto de morir. Todo será olvidado un día, un día de misericordia. Será una mañana anónima en la corriente inconclusa de la existencia, habrá lluvia o sol, bajarás a las calles, andarás hasta una plaza, serás muy viejo, ignorado entre hombres, un perfume de flores envolverá tu rostro, habrá calma y luz, se cerrarán tus ojos, será la lluvia o el sol, y sin sentirlo, sin comprender ya nada de ti mismo, al fin se obrará el milagro sombrío del olvido.
*


Cipreses al borde de la carretera polvorienta. Y a lo lejos, desde la ventanilla del coche, entre más cipreses largos y negros, casuchas viejas, con las puertas caídas, con persianas rotas por donde escapa una mano de trapo, agitándose, ondulando un adiós fantasmal. Y a lo mejor un carro de tablas que el viento ha desclavado, esperando el inicio de una marcha pospuesta sine die. Y puede que una pista larga por donde entra el coche de mi padre levantando con su marcha tolvaneras sonrientes y una nube de pajarracos negros. Y a lo mejor mi madre y su gran cabellera negra que le cuelga sobre los hombros desnudos y la espalda. Mi madre que se gira para ordenarme que no saque los brazos por la ventanilla. Mientras sonríe, mientras la pista por la que nos adentramos hace unos treinta años ya no existe, mientras mi padre habla de algo, algo que no comprendo, algo hermoso, sin duda, y de sus ijares cuelga una barba inmensa de Poseidón que brilla porque la luz de sol entra en el coche y lo baña todo. Y puede que uno o dos perros rechonchos que nos ladran cuando cruzamos la verja y persiguen las ruedas llenos de rabia. Y quizá un viejo al que nos acercamos andando después de apagar el motor. A lo mejor la mano de mi madre tomando la mía, guiándome, protegiéndome de los dos perros diminutos que juegan a morder mis zapatos. Y mi padre, alto como un titán de cabellos rizados y grandes manos, que acaso va delante de nosotros, solo unos pasos, que se gira para saber que le seguimos. Y el viejo que se adelanta para saludarnos, que alza su mano en señal de acuerdo, con tres dedos extendidos, y que después se gira hacia la casa claveteada con chapas de metal, maderas, plásticos y cuerdas. Y a lo mejor seguirlo a través de un patio, pájaros en jaulas, locuaces, amarillos, helechos que cuelgan desde los galpones hasta el piso, verdes como algas, y una radio que habla en una silla, y puede que una mesa basta, las maderas gastadas, y tal vez un cuchillo ensangrentado encima, de largo filo helado. Y en una bandeja de metal, con sus ojos aún metidos en los cuévanos, tres animales con sus carnes despellejadas, y el humor de la sangre caliente rezumando en los tendones, y tal vez el delicado pálpito de los cuerpos sacrificados hace un instante. Y puede que mi madre saliendo de la casucha del viejo, el patio de los pájaros chillones y las plantas, la bandeja de metal en las manos, sonriente, diciendo algo, algo hermoso, sin duda, y mi padre contento porque regresamos con tres animalejos muertos a nuestro coche, y a lo mejor aquella tarde cuando reemprendimos el viaje de vuelta, y dejamos atrás poco a poco las llanuras con las casuchas destrozadas y yo mirando en la bandeja de metal, los ojos como boliches, la sangre tibia, la quieta anatomía de la muerte que volvía conmigo, en el sillón de atrás, a mi lado.
*



HABLA TÁNATOS

Ustedes no son más que semillas, semillas huecas que el hálito sonámbulo de la tarde agita en las altas flechas de las verjas. Los escucho, hijos míos, y resuenan como un entrechocar de huesos que el verano cuece en urnas blancas. Salvo ustedes, todo cuanto contemplo es volátil, cambia sin sentido y perece. Ustedes, hechos de vacío, de residuos fétidos, de la escoria que vuelca el tiempo en los torrentes secos, en las rambleras muertas, ustedes sin embargo son la expresión conseguida de estos predios. Sólo los dioses habitan el extremo límite de la permanencia, y ustedes lo hacen. Miren ese pájaro que cruza el aire translúcido en esta hora imperial, ¿no se cumple acaso la perfección de su belleza enteramente en el dibujo de su cuerpo inerme sobre las losas candentes de nuestra villa remota? Quemadura del plumaje impreso sobre el mármol, eso es todo. Ligero es este sonido, hijos míos, y sabio. Ligero como el canto del pino hermoso que se dora en la tarde, sabio como el diapasón de la campana que anuncia en la canícula los golpes de la azada, ligero y sabio como el aire socavando la hierática aridez de nuestras huertas. Ustedes no son más que semillas, hijos míos, el germen provisorio de nuestro sueño.
*
II



ADENDA A TERRARIA
Y me parece también que uno de los principales síntomas de esa debilidad es la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico.

Adam Zagajewski




Toda la noche murmuró el vaho caliente en las acacias del Omicián. Te habló en la lengua del espejo negro, la lengua de cuanto no existe todavía y vaga en lo increado. Con polvos de calor ventral para incubar el más raro de los huevos, los mantos de la brisa envolvieron la arboleda de la casa, giraron en torno de tu cuarto, formaron con sus sombras en la pared los signos. Toda la noche, aquel verano, en el caserón remoto del Omicián, entonaron las ramas y las sombras, las formas inasibles del espejo negro, los cantos que tú recuerdas todavía.
*


Ahora, en la prolongación húmeda de la noche originaria, vuelve el vaho caliente del verano para hablarte, para engendrar en ti la forma sucesiva de su canto. Estás otra vez en el cuarto, inquilino en dos tiempos, aquí y allá, lámpara y vela, niño y hombre: en verdad —te dices— morimos cada noche al dormirnos, pero creemos ser los mismos seres de ayer, y no comprenderemos jamás el misterio del tiempo.
*



Cada tarde desde el balcón te escucho, después del repique de campanas anunciando la misa de los cinco. Te escuchamos distante, al fondo de esta villa sumergida en las calmas inconscientes de los tiempos. Detrás del jardín abandonado de los ficus y las zarzas, y más allá de los muros de este encierro te escuchamos. Duelo de un cuello encadenado de por vida, galeote de un sueño de furias centenarias. Ah, mi ignorado mesías, yo te escucho, háblame, di tu tormento que yo transcribiré para los hombres. En los bordes quemados de la tierra, donde tocan a su fin los caminos de la tarde y se dispersan las semillas de la eremita lunaria, todos escuchamos tus latidos de aflicción, en la calma inconsciencia de esta república de necios.
*



Hacernos visibles a los demás no entrañaría mayores problemas si, mediante ese aparecerse —o aparentarse—, no nos hiciéramos invisibles para nosotros mismos. Como le sucedió a aquella estatua que vivió ermitaña entre nosotros, hasta que un día, para saludar al turista que visitaba sus ruinas y ser por él fotografiada, se desclavó con esfuerzo de su basa honorable. El viandante la vio llegar, saludando en inglés a diestro y siniestro, pedigüeña y fatal. «Una foto, una foto». Esta historia que me contaron motivó que un día que perdiera todo interés por las estatuas. Ten cuidado, me dije, pues ya no regresarás a tu morabito anterior el día que bajes de la villa en ruinas a la plaza pública, a pedir, a mandar, y a ser mandado. Te perderás en lo visible. Siempre debemos elegir lo más difícil, aceptar ser la piedra.
*


Para Andrés Sánchez Robayna


Acaso los recordados muros de Tetir no son al fin y al cabo más que los restos de otro mundo, un mundo de pérdidas y estragos que ya no alcanzaremos. Soledades atribuladas que azotaron los vientos, paralizadas por calmas nebulosas, desgastadas por soles iracundos. Lugar que sólo existió en lo más hondo de un poema, en la mente de un hombre que deseó superar el límite de la carne innoble. Todo es ahora una huella ligera que se perdió con el tiempo. Belleza callada y humilde de Tetir en esta mañana relentes y formas espectrales que cruzan arrastrándose por la lejanía sin vida. Esta mañana, en la casa de los amigos, el alma se me llena de un gozo nostálgico que jamás hube sentido. Contemplo las ascéticas gabias, las casas señoriales que impusieron los hombres en la colina, abajo los caminos polvorientos por los que nadie camina, la mañana serena, inhabitada, perdida más allá de todo límite.
*



Después del almuerzo, subes a la plaza del pueblo para fumar. Los vientos anunciados en la radio se presentan por fin, se unen a lloviznas repentinas que golpean nerviosas toldos y ramajes. De vez en cuando, entre celajes y laureles, relumbran resplandores casi metálicos. Te entregas, así, bajo este cielo, al paseo de siempre bajo el ramo sarmentoso de las jacarandas. Luz y lluvia y resplandor, en torbellino desatinado, atraviesan el día. Vas pensando en el niño que lloraba en la esquina, abandonado un par horas por su madre. Cuentas, beata tu mirada sobre el suelo, las losas pisadas tantas veces. Del cielo cae ahora, alocada, en turbinosa ráfaga, mezcla de humedades, semilla, viento, hojarasca reseca retorcida en las esquinas, insectos marchitos, luz difusa y golpeada, como un albor de lluvia fina. Todo es mudable y se vuelve por un momento lugar irreconocible. Pero siempre has pertenecido a estos Elíseos. Quién eres, si no. Por qué ir vestido así entonces. O por qué no llamarte Paul y haber llegado ayer con otros forasteros, y mañana partir para siempre. Haber conocido este lugar unos minutos y al instante olvidarlo. Sobrevivir en otro mundo, convertir así esta plaza en una hermosura definitiva. Mas sabes que morirás aquí, donde has vivido interminables días, el tedio dominical, en esta plaza quieta, mojada hoy por otras lluvias del invierno. El vendaval arrecia en Los Elíseos y tú lo contemplas todo, semejante a un espejo. Lija todos los muros del pueblo, ulula en los tejados, aúlla por las calles, raspa con sus garras las paredes de piedra. Y mientras, tú tomas asiento, y guardas cuanto ves: lo irrepetible se sucede en un mudable torbellino. La muchacha hippie que tocaba la flauta recoge su sombrero del suelo. El padre italiano, y su hijo italojaponés, desmontan su badulaque entre gritos de sorpresa. Dan las tres en el campanario. Los turistas alemanes huyen a su autobús. Unos jóvenes que podaban árboles hacen un alto en la faena. Trastean postigos mal cerrados aquí y allá. Pasa un hombre alto y loco. Va a pecho descubierto. Es barbudo como un profeta, un Bautista que agita sus brazos con furia y lanza diatribas desafiantes contra el cielo. Pero en este cielo habita un dios decrépito, sordo como una tapia. Luego piensas en el niño que lloraba, y al que fuiste incapaz de consolar. Piensas en la madre que, al encontrarlo por fin, sólo en la esquina de la calle, lo apretó entre sus brazos con fuerza, contra su pecho, susurrándole al oído palabras incomprensibles en una lengua ajena.
*


Para Matilde, Paco y Elsa


Habían pasado ya los cinco años, y era costumbre familiar desenterrar a sus muertos. Atravesamos en silencio el cementerio, mi madre y yo. La mañana era clara y muy serena. Desde el fondo del valle llegaba el tañido de las campanas. Al final de los nichos encalados nos aguardaba ya el sepulturero, con la caja abierta de nuestra tía. Mi madre se había sentado en una silla, como una matrona que asistiera, muda, a un parto sin milagro. No dijimos nada. No hubo allí ni el llanto ni el descanso de la muerte. Recuerdo el cabello astroso de nuestra tía, pegado a su calavera, sus manos rígidas como sarmientos retorcidos, el vestido de encajes infantiles relleno de ceniza. Sólo se oía al hombre partiendo en dos los huesos como varas de reseca leña.
*
Para Carlos Jiménez

Me pregunto qué sabe el viejo halcón de Neri, y qué sabe su emperatriz, doradas las plumas de su vestido escamoso. Qué sabrán mis dos príncipes de esta desidia de la sangre que postra nuestras almas. Qué sabe el viejo halcón de mi deseo, y del deseo de todas estas hierbas secas, almas que fueron un día vigor en las colinas, qué saben ellos del arbusto del durazno, que con ávidas ramas trepó sobre los muros, para beber los rocíos de sus albas soñadas. Qué saben mis halcones del fracaso donde incuba el deseo, este deseo metafísico de nada en absoluto. Oh príncipes de esta hora altiva, qué saben del pajarillo sin dios que anidó entre las tejas del convento, y que allí murió, al fondo de los vésperos, en el fin de los mundos, esperando un compañero. Qué sabes tú, orgulloso halcón de Neri, mi príncipe máximo, mi sanguinario amigo, qué saben tu pico y tus garras, si eres tan sólo un dios arrasador que me visitas, y que me mientes.
*



Toco la muerte cada día. Todas las mañanas cuando salgo de la casa hacia la playa, el adelfo ardiente es la presencia de una sombra que vigila mis pasos. Cierro la puerta, oigo los ruidos de la calle, miro el adelfo. Sé que sus ramas no son ramas. En realidad son dedos que rozan mi camisa al pasar por la avenida, deseando atraparme. Sus flores no son flores, sino búcaros donde palpita un escorpión con su vientre inflamado de ácidos licores. Toco la muerte cada día, pero no importa. Hoy he visto sus pétalos malignos desprenderse en mi camisa, los brazos de sus ramas llamándome, los chorros invisibles de su polen nimbando mi cabeza, el humor de su perfume entrar en la corriente inconsolable de mis venas, e iluminar allá adentro mi sangre con su rara ceniza de escarcha. Lo sé, toco la muerte si rozo embriagado con mis manos el inconsciente arbusto del adelfo, pero qué importa. Yo sé que nada importa si somos uno más de los anillos que forman la inagotable cadena de los hombres, las bestias y los tiempos.
*



Lo esencial del pensamiento es su poder sobre el detalle. El resto suele matar.

*

Afirmar que hay una «poesía del conocimiento» resulta tan irrelevante para la poesía como decir que hay pájaros que vuelan.

*

La poesía es comunicación, claro que sí; comunicación con el dios, en la lengua del dios y con los fines del dios.

*

Débil pabilo el de aquel obsesionado en mantener sus llamaradas.

*

Soñar lo que realmente está sucediendo es el acto fundamental de la existencia.

*

Escribir, soñar… representar algo mediante un ritmo.

*

Lo que no es energía autocreadora no es ni verdad ni belleza.

*

¡Ah, el significado!, la excusa perfecta para corromper la verdad.
*



A menudo aquel cuya luz se encuentra eclipsada por la cercanía de astros relampagueantes posee eso que llamamos claridad interior. Esos ven de noche, en los fondos abismales de lo oscuro. Los conocemos porque, como ciertas bestezuelas, son inaparentes a los demás y, al tiempo, capaces de ver mediante una cascada de ligeros ultrasonidos que anteceden el husmeo de sus naricillas sonrosadas. Pasan desapercibidos, su piel es muy blanca o casi transparente. No hacen ruidos. No son vistos. Y, de igual modo, la luz diurna, o el clamor excesivo, la prolijidad del lenguaraz, les dañan. En plena luz no son vistos, y apenas ellos mismos si logran ver allí donde los demás exponen su irisación de escamas, su badulaque de jugueterías brillantes. La luz los deslumbra porque teme ver al dios cegador al otro lado de los cortinajes, y tal vez por ello prefieren la mina interior, la veta negra del conocimiento a donde nadie accede. El espejo mudo. La noche. Y aun la ceguera.
*



Todas las noches escuchaba el chillido del mar tras los chaplones de la casa. El humor de la claridad lunar elevándose desde las aguas. Entonces los peces voladores del mar cruzaban la playa y se adentraban en la tierra de las huertas. En mis sueños aún sus cuerpos negros y brillantes atraviesan el vaho caluroso de la noche. Los oigo golpearse en las ventanas de la casa, aletear en el polvo de las huertas con sus branquias ensangrentadas. ¿A qué venían los peces voladores desde el mar, a qué venían desde el océano abismado de la noche?
*



ALOCUCIÓN CONTRA UN MURO
I m'ho pregunt encara en mil resquestes:
les ficcions —i jo en visc!—, fan escalva
la ment, o són els seus camins celestes?

J. V. Foix


Vengo de un fondo de agolpadas edades para hablarle a este muro, vengo de un fondo abstracto de recuerdos mezclados con mañanas sin vida. A ti te llamaban Tánatos —me dijeron unos hombres— y vestías las chaquetas podridas de los ancianos muertos bajo el sol de las cinco. Si buscaba en mis bolsillos encontraba siempre las llaves de una casa que envolvieron las ramadas de jazmines y de adelfas. La tierra me era huraña y vagos los caminos por huertas y majanos. Estoy buscando una casa —les dije—, en ella vivía mi madre, la amiga y el hermano. Tal vez aún me estén esperando, mientras gira la araña la rueca de las horas. Vengo de un fondo de olvidadas edades para hablarles. Al principio perdí mi senda y vagué por playas alejadas y por pistas de ceniza, que otra vez me llevaban a esas playas. Creo que te llamaban Tánatos El Ciego —me dijeron los mirlos de una plaza—, y vestías los trajes de empolvados esqueletos. Más tarde sé que anduve por las calles más desiertas de este pueblo. Al pasar por allí me entretuve en los toldos, admirando las rotas manos y los senos y las medias cabezas de las viejas estatuas de una villa excavada. Me atendía siempre el mismo morabito, que era yo mismo, mas sin memoria ni entrañas ni aflicciones. Vengo de un fondo de claros mediodías, donde vuelan halcones en tardes desiertas y suenan campanadas. Recuerdo que vi más tarde la sangre disecada en los muros, formando los dibujos de la muerte. Ayúdame, le dije al morabito que inútilmente me miraba sin comprender nada. Estoy buscando a mis amigos. Estoy buscando a quienes en otro tiempo amé, a quienes amo todavía. Vengo de un fondo de rotas esperanzas, de un teatro de palabras hueras y falsos personajes. He llegado a la puerta sublime de la casa, a la Duat. La aldaba es la cabeza de un león que me mira son saña. Ayúdame, le dije. ¿A ti no te llamaban —respondió—, Tánatos el fingidor? A qué acudes ahora. Tu tiempo se ha acabado. Vete. Yo venía de un fondo de huraños resplandores, venía de mí mismo. Ahora cae la tarde con su malla de luz sobre este muro. Veo el dibujo de sangre, el retrato anónimo de la muerte, y hablo contra el muro: sólo buscaba a quienes he amado y traicionado mil veces de palabra, obra y deseo.



EPÍLOGO
El lector tiene entre sus manos los materiales que proceden de tiempos y estados de escritura muy distantes y diferentes entre sí. La existencia lo modifica todo y —como he dicho en otro lugar— lo que llamamos obra las más de las veces no es otra cosa que un hombre meditando su existir irreparable, es decir, su modificación. No hay más. Así que otra vez, como en libros anteriores, reúno aquí algunos de los poemas en prosa que me fueron dados a lo largo de los últimos cinco o seis años de este existir mío.

Es verdad que no pocas de estas prosas fueron escritas con cierta intención fotográfica allá en las islas orientales de las Canarias: en Fuerteventura y, especialmente, en Lanzarote. Islas radicales, propicias para acerar la aguja del lápiz. Sin embargo, otras muchas —la mayoría— acaecieron en cualquier lugar y de cualquier modo, consecuencia de la bruta necesidad.

Por último. En la nota final de mi libro anterior, Tiempo entero (2002), escribí lo siguiente: «... la tercera y cuarta parte de Tiempo entero son el resultado de un arco de escritura cuyo tiempo interior acaso no haya finalizado aún...». Cinco años después creo sinceramente haber cerrado ese arco con la publicación de Terraria. Con el libro de hoy, pues, quedan atrás las obsesiones de ayer, las que acompañaron el mero existir y su meditación, en mi caso, la escritura poética.
F. L.

TIEMPO ENTERO [Calima, 2002]

I
COLUMNAS

Contemplo estas columnas, su orden.


Los días poseen su forma,
su color cereal y su equilibrio.

Aquí la luz es vertical y perfecta
y se vuelve presente
y se demora en cada cosa.

Porque en este lugar la mirada comprende
que sólo en lo sencillo
es posible lo eterno.
*


SIESTA

Me he despertado
de un largo sueño.

Afuera gime el viento
con oleajes de arena

por la tarde quemada.
Ya no recuerdo

cuál es mi nombre,
a qué he venido.
*


LA PUERTA

No sé por qué regreso
al fondo de este valle bajo mantos de flores.
Para ver esta puerta, como siempre,
y su aldaba bruñida con cabeza de tigre.

De niño acariciaba el ámbar
de sus negras heridas, de sus clavos.
«Espera en el zaguán» —me decía el abuelo,
y me dejaba a solas
en su adusta presencia de olorosos barnices.

Paseo ahora por el pueblo
mientras recuerdo. Es mediodía.
En el sopor escucho
un murmullo de ramas
que vagan por las calles
con sus voces ya muertas.

Me adentro en el zaguán, frente a la puerta
donde el abuelo me dejaba, esperando.
En ella hay un gigante del pasado
que siempre está punto de hablarme.
Qué manos, con qué pulso
sereno en la madera
tallaron su mensaje inalcanzable.

La puerta es vieja. En ella sobreviven
las lluvias de verano, los otros mediodías,
las sombras de los muertos.
*


GORRIÓN

Como un regalo en la mañana
abriéndose en sus rayos de fuego,
un regalo pequeño
para la vista hoy cansada
de páramos iguales y de viento.
Como un regalo, sí,
que anima nuestras horas
de hastío entre los libros,
este gorrión de los desiertos
posado sobre el muro
de la casa en Tetir
—raza alada sublimazione
(así lo llamó Saba) del rettile.
Joven padre que alegre
de su misión humilde sobre el mundo
no duda y alimenta a su linaje.
*


Estos limones llevan
ardiendo toda el alba
para alcanzar su forma,
su milagro sencillo.

Los frutos que conocen
el rumor de las árnicas
cuando pasó la brisa de la noche
por el fondo del campo.

Si los toco, en mi mente,
se escuchan las querellas
del halcón impaciente
girando en los bancales,
sobre el juego de un niño.

Los limones.
La hermana los dejó sobre la mesa,
en el cesto de mimbre.

Ahora, cuando la noche baje,
y regrese el halcón a la ventana
de las regiones del empíreo,
más allá de los astros,
flotarán en el sueño los limones
y el rostro de mi hermana,
dormido, entre sus velos, sonreirá.
*


DESEO

Estoy cansado
de tiempo y de palabras.

La ardiente calima
sepulta mansamente la ciudad
con urnas de polvo.

Hoy no deseo
sino el rumor del viento
y las campanas doblegando
la espiga del ricino.
*


El camino entre huertas
hasta la casa, sus columnas
de madera esculpida
por las lluvias ardientes del verano,
laureles poderosos que clavan
en la tierra mohosa sus ásperos brazos,
acaso el débil canto
de una fuente de piedra
presentida en silencio,
las aguas estancadas que en su fondo
de apelmazados limos
custodian las voces, los lívidos rostros
de las muchachas enfermas
que aquí vivieron.
*


CEMENTERIO DE TETIR

Ahora, cuando apenas se distingue la claridad de la tarde del resplandor nocturno de los cielos, siento que Tetir jamás despertará de su antiguo señorío de calles blancas y serenas. Tetir jamás desvelará los rostros de las niñas cuyos nombres he leído en las lápidas del extremo cementerio: Nuria, Esther, Adelaida. Niñas muertas a sus quince años. Urnas golpeadas por vientos sarracenos, cruces blancas veladas por las madres en las albas secretas. Jamás concederá Tetir otro soñado atardecer como este. Atardecer de laureles abrasados al sol, de sirocos cegadores, de insectos trastornados en la luz. Jamás otra sombra de calma en la brusca aparición de la muerte, ni más palabras sanadoras en labios inocentes.
*


FIEBRE

Estoy aquí
sumergido
bajo un remanso
de silencio.

Siento posarse
como un vaho en mis llagas
este cielo de acidia
que me aturde.

A lo lejos se escucha
la ventisca que arrastra
como un leproso por las gradas
su manto de carroña.
*


Escucha el viento del hastío en las terrazas, aullando a lo lejos. Siente desde el sueño el latido del placer en los leves pistilos de la sangre. No te muevas, apacigua tu cuerpo junto al mío, no te muevas en la urna de tu sueño. Escucha sólo el viento, este viento que gira y gira en la amarga abrasión de la tarde. Deja así tu cuerpo. Duerme. Escucha el viento, amiga mía, el aullido leproso de sus perros que anuncian en los fosos sin fin de la fiebre el sórdido temblor de esta extraña vigilia que no cesa.
*


VISITA DEL ABUELO

A veces sueño con mi abuelo.
Lo veo pasear por la alameda
bajo un sopor de ramas,
entretenido, igual que un niño,
con la charla insolente de los mirlos.

Levanta su bastón el abuelo y los señala
mientras busca sus nombres
en las salas vacías de su mente.

Viene hacia mí
el padre de mi padre
entre vahos de lluvia,
una lluvia ardentosa, de ceniza,
viene hacia mí
un poco cojeando, con su traje raído,
y sus rizos mojados que huelen a tabaco.

A este lado del tiempo ya no hay mirlos,
me dice, sólo tórtolas
y sus cantos adversos.

Mueve, el abuelo, los labios para hablarme.
Entonces me doy cuenta,
y levanto los ojos de este libro en que leo
la acidia de las horas.

Mi abuelo ya se ha ido,
marchó hace mucho tiempo,
un día de aguacero como este,
con gallos que cantaban sobre un muro
su larga despedida.

Lo veo ahora disolverse,
más allá de las frondas transparentes,
él y sus pájaros sin nombre,
el padre de mi padre,
el muchacho con rizos que huelen a tabaco.
*


RESPUESTA

¿Y el misterio de Saba?
preguntas en tu carta.
No sé por qué su nombre
descendió hasta el ramaje de los versos.
No era un misterio, al cabo, sino
un nombre: Umberto Saba,
el sencillo italiano,
que ya en sus últimas jornadas
de paso en este mundo dedicó
su tiempo a un bello libro —Ucelli.
Cantó al gorrión humilde
como el mismísimo Catulo,
mas lo llamó con honda pena
«sublimación de reptil»,
pues aunque en él palpite algo divino
—ah, la humildad de los gorriones—
la esencia de su origen no es celeste.
*


TIEMPO Y PÁJARO
En pie, sobre el brocal, un mirlo.

No canta, en pie, sobre el brocal,
medita solamente
el pulso de los años
que deja viejos a los árboles
con su blanco reloj de mediodías.

Un mirlo que atraviesa
las paredes del tiempo,
los húmedos zaguanes portugueses.

Ha visto un cuarto, y sus ventanas
que daban a una plaza,
y unos hombres andando por la plaza
con vestimenta antigua.

Ha visto el mismo cuarto disolverse
y formarse un jardín
con una fuente,
y está en la fuente ahora, el mirlo,
en medio de esta calle,
parado en el brocal, orgulloso de sí.

Lleva en pie miles de instantes.

II

ESTATUAS


Sillas vacías,
las estatuas volvieron
a otro museo.


Yorgos Seferis



Sobre la mesa
botellas de colores
y cigarrillos.
Estoy aquí, postrado,
con la luz de tarde.
*


¿Quién dio palmadas
desde el fondo del patio
en nuestro sueño?
*


Creí haber dormido toda la tarde, desde la hora de la siesta, un sueño ligero, interrumpido sólo por el tañido de las campanas de la iglesia. Afuera, el calor golpeaba las chapas de zinc. Las calles polvorientas del pueblo, las ventanas selladas con cal. Oí el murmullo de las muchachas en el cuarto contiguo. La misa es a las cinco, se dijeron entre risas. Las imaginé de luto, vírgenes. La brisa comenzó a agitar los papeles de fiesta. A esa hora, cuando los tejados se rizaban bajo la indomable canícula, la pensión se quedaba vacía.
*

Lenguas de cirios
murmuran en el templo,
pero en las calles
la multitud te aclama
como bestias sedientas.

(Semana Santa)
*


Ha pasado toda la mañana tumbada en su hamaca. El mar le ofrecía el fervor solemne de la luz. A veces se ha dejado dormir mientras fumaba. Luego se ha sentido astuta, embriagada. Ha dicho que la isla había resucitado para siempre, coronada de uvas brillantes y de algas, como un dios griego adormecido junto a imaginarios pinos. Se ha dormido un instante. Las chicharras han elevado su canto de oro por encima de las huertas. La he mirado: el cigarrillo encendido entre sus dedos, el sombrero de pajizo cubriéndole el rostro, sus senos desnudos como serpientes, apretadas en el ácimo olor del salitre. El libro abierto sobre pubis inocente. Es una isla casi griega, ha dicho desde el sueño.
*


Hasta aquí llega
el olor de su pelo
recién bañado.
*


Desabroché
su camisa de luto.
Encajes negros.
*


Por laderas desiertas
clamando su carroñas
se disputan mi sombra
implacables halcones.
*


Huertas vacías, desventradas. Surcos blancos antes de la ignición de la noche. Tosca ardiente bajo el pie desnudo. Sed de la rama al sol entre unos muros. Silencio invisible custodiando la tierra, la claridad sin vida de la tierra mortuoria junto al mar, inmóvil duración antes de todo sacrificio.


Creció sin orden
en la pista de tenis
la enredadera.

(Casa de la Marquesa)
*


Flotan las barcas
en la calma de Neri.
Altos cipreses
señalan el camino
en las piedras ardientes.
*


Viejo halcón de Neri, tú que fluyes desde la altura, tu que fluyes ligero en los ásperos terrones de la tierra quemada de las huertas. Hoy polvo cubriendo las losas de esta villa, y escaras de cal desprendidas de los muros milenarios. Contemplo la hojarasca roja, la crepitación oscura del viento que agita densamente las agónicas fibras moribundas por el aire. Ah viejo halcón de Neri, desciende tú hasta la perfidia inconsciente de los grumos con tus alas, liquida con tu ojo el temblor de este rostro, liquida el pavor que imponen los segundos en al carne. Negro halcón sin nombre, apacigua para mí esta negra alquimia de tedio y muerte en la hora más desierta. Voy cegado, solo, bajo el dominio de esto soles, por las anchas riberas de las nubes. Contemplo tu sombra sobre el imperio metafísico del aire, sobre el vapor de mis pisadas, sobre mi cuerpo transparente entre las losas. A dónde, venerable halcón, a dónde, por qué infliges en mis labios la amarga curvatura solitaria de altísimas, torturantes palabras de anunciación.
*


Fluye, tú, brisa silenciosa negra
sobre ramas agitadas fluye,
arde brisa de abrasión por el ramaje,
fluye, oh tarde silenciosa negra.

(Tarde en Las Angustias)
*


El campo se ha quedado
dormido bajo un manto
de tedio y de cigarras.
*


Vuelo de halcones
por el orden estricto
de los cipreses.
*

III

15 POEMAS INGLESES



Solo y enfermo
en los jardines ateridos de Saint Paul,
en silencio la tumba
pequeña, el pebetero
de mármol, el musgo
de siglos. Solo y enfermo
contemplando la tumba
de una niña sin nombre sobre el césped,
una tumba sin nombre,
completamente anónima
que en esta mañana
inclemente de agosto
recuerda el final
de las horas, la trivial
monotonía del tiempo bajo esta
interminable
lluvia extranjera.
*


En pie
ante el gran Buda
y su sonrisa. En pie,
estremecido en la belleza
de sus labios de piedra,
turbado como amante
ante el árbol erguido de su pecho
y sus muslos turgentes.
En pie, solo, ante su urna:
aquí está el que ha alcanzado
la extrema videncia, el que duerme
en la vigilia del mármol. En pie,
indigno en su presencia,
cara a cara ante el dios
vendido como cebo a los turistas,
sometido como una puta
por unos cuantos
miserables peniques
en el British Museum.
*


Como lluvia de agosto cayendo
apacible en las aguas estancadas
y turbias este río Támesis.
Como esta lluvia
cayendo sin violencia
me entrego a los perfumes
del Asia, al ámbar
de los bosques de Liberia, a la voz
del sitar resonando entre las tiendas.
Como esta apaciguada, adormecida
lluvia sin tiempo, acogedme vosotras,
serenidad sencilla de las cosas. A todas
me entrego porque sois inmutables,
como rumor de lluvia a la deriva
de este viejo río macilento.

(Camden Town)
*

Así amanece el día lentamente
por los ciegos escombros del hastío
y despiertan los hombres
de los lagos durmientes de su sueño.
Así amanece el alba fría entre la niebla
y llega la mañana hasta la carne de los cuerpos,
esta mañana herida como un pájaro
que envuelve el mundo con sus alas
de ansiosa luz. Esta mañana herida
como un pájaro que a todos nos entrega
este remedo trivial, este cansancio
mil veces inferior a la existencia.
*


Donde quiera que estés,
hermano de las islas,
frente a los muros de Tetir
contemplando la luz
como decían los antiguos,
o adentrado en las selvas
de laureles umbrosos.
Donde quiera que estés,
esta es mi carta,
escrita en un vagón
maloliente del metro,
frente a una momia
del Museo Británico,
esta es mi carta
para ti escrita
que simula los signos
de papiros egipcios
y dibuja tu rostro
en los bordes del mío.
*


Renace la mañana en Brookhill Road. Se estremecen las hojas de los árboles muertos, la escarcha de las ramas podridas. Renace la mañana y el frío hondo de la tierra macilenta abandona furtivo las esquinas de la noche. La brisa se deshace como el cuerpo de una muerta que vagara sus últimos instantes por las calles de este Woolwich Arsenal al que he venido. Renace la mañana, sí, revive la luz que entrega a cada cosa los pulsos nuevos de la sangre por los torrentes del sueño. Revive el canto de las cornejas en los parques mojados, el trasiego inquieto de las ardillas. Oigo a Mohamed que en el cuarto contiguo comienza sus plegarias, y al joven Nick, chino-americano con sus discos, y al oscuro y sucio Tomás el judío, y todos, redimidos, renacen al alba con la luz primera de este mundo y sus ciclos cansados y repetidos, y así el alba en la niebla, esta mañana en que soy uno más de estos hombres, se llena de dioses distintos y de ángeles vestidos con extrañas armaduras y túnicas y sharis y pieles de tigre, y una aureola divina y dulce envuelve el sueño de los que aún duermen y esperan despertar más allá de los mares y los desiertos y las montañas, en la transparencia irreal de un Edén en la tierra.
*


Pero tú permaneces,
viejo árbol de Brookhill,
engendrando la aurora que ha de venir del cielo.
Tú quedarás en ti, y quedarás en mí,
y en la hoja donde escribo esta mañana,
en la tenue fecundación del frío
el no extinguido vuelo de la tierra.
Tú permaneces como alianza
señal de una promesa venidera,
y quedarás en mí, y quedarás en ti,
palabra pronunciada para la luz de agosto,
árbol, árbol de Brookhill,
perpetuo en la colina de las casas
bajo la lluvia inglesa de otro tiempo,
cantando en el origen de las cosas.


IV

TIEMPO ENTERO

Va a empezar a llover sobre el viejo solar.
Una montaña
de maderas podridas y de escombros
es el mísero imperio
de un perro que allí sueña,
huraño entre malezas.
Va a empezar a llover.
Tiembla
un momento la luz entre las hojas
fijadas sobre el cielo de la tarde.
Hay algo impronunciable
en el lugar, algo
mezclado con los grumos de la tierra:
presencia abstracta
de tiempo. (Hubo aquí
una casa, lo sé, grande, y sus gentes,
rostros de oscuridad humana
que jamás conocí.) Presiento
en calma el aire entre los ramos,
como un último aliento
antes del frío.
Va a empezar,
Sobre este único instante que es el mundo,
la lluvia, su duración serena.
Un perro y yo somos testigos
—lo oigo ladrar en la arboleda—
del múltiple milagro de lo simple,
de las gotas primeras de este invierno
que anónimo regresa
hasta el quieto escenario del vacío.
*


EL ORDEN

Desde las olas del mar llega el orden. Así descansa la tarde de los mundos, en la visión del cielo de verano. Desde los pulsos del mar, en esta tarde clara y sola, ante el borde suspendido frente a acantilados negros, las olas dictan el orden, el orden contemplado en los espacios sucesivos. Allí descansará la tarde clara de los mundos, visión del cielo de verano, donde abreva el líquido rojo del orden el ciervo invisible de los cielos.
*


LA TARDE

Hemos salido hasta el camino
después de la lectura.
Sin percibirlo, lentamente,
la tarde se ha borrado en la maleza
serena de la noche.
Apenas comprendemos estas nuevas señales:
la densidad del aire que sube desde el mar,
las nubes solitarias que se alejan
bajo los muros de las fincas,
el aullido de un perro
que despide esta luz definitiva.
Veníamos de un mundo demasiado
estable, demasiado perpetuo.
(Había una ciudad, o su espejismo,
en medio de las dunas polvorientas.
Sus calles visitadas en el libro,
ligeras músicas que extrañas
resuenan en nosotros todavía.
Vimos sus gentes detenidas
en un instante eterno.) Y sin pensar
bajamos el talud
de tierra, con cuidado, hasta la playa
que siempre ha sido nuestra.
Hemos andado por las dunas, solos.
Un resplandor final entre las piedras
nocturnas —pienso— son indicio mudo
de que aquí estuvo el tiempo, bajo el sol.
Un tiempo leve dado en sacrificio,
el tiempo de los hombres,
y la luz de los hombres
En un mismo libro.
El verdadero libro final de la conciencia.
*


Hasta aquí llega el canto de la tórtola, hasta la membrana última del sueño donde duermen las aguas en sus círculos. Estoy viendo los álamos doblados sobre el río, en la ciudad nevada y negra. ¿Dónde estamos? Tu cuerpo flota en las aguas, los rizos de tu pelo se enredan en las más profundas ramas del árbol invertido del recuerdo. Te vas hundiendo lentamente, Los ávidos animales ciegos del fondo te reclaman, tiran de ti hasta los limos. Allí desaparecerás para siempre. No habrá nada de ti después. ¿Dónde estamos, amigo? Engendrarás sin saberlo en la materia, hasta el fin de los días. Y ya no serás nada. Estoy aquí, en parte alguna, a donde sólo alcanza el canto de la tórtola, en el centro del círculo —final recinto placentario tuyo— donde hondamente te deseo.

(Carlos)
*


Es otra tarde
de invierno en este pueblo
oculto entre dos valles y sus campos.
Es otra tarde, en calma. Siento
Llegar la brisa a los laureles secos
—hay algo en sus troncos,
en sus brazos cortados,
algo de reflexión o de dolor
hacia el cielo. Es el vaho del mar
que antecede a la lluvia.
Es el viento del norte azotando
la hojarasca en las calles.
Es la inminencia del frío
o el telón de las nubes anunciando
en los ciegos fragmentos del aire
la tormenta primera del invierno.
Es otra tarde en este
remanso agónico de luz
—hay algo en las montañas,
un resplandor oscuro por las nubes.
Tan sólo es eso,
el mundo repitiéndose a sí mismo
en el borde del tiempo
donde todo regresa
hasta el origen.
*
FLOR

Qué olor me estás diciendo, flor, qué olor del mundo me estás diciendo desde tu ramo abierto en la avenida. Estás cayendo por tu luz hasta tocarte en lo profundo transparente de esta hora, con existir completo. Estás cayendo, flor, por tu luz, en la corriente de ceniza perfecta de ti misma. Qué olor me estás diciendo en la avenida sola, por encima del mar nuestro que no cesa. Qué olor me estás diciendo para que yo despierte, flor, para que yo despierte y levante los ojos de esta tierra poseedora y su vigilia indetenible en que soñaba.
*


EXISTENCIA AL SOL

A ciegas entras
a través de un recinto
de escombros y parrales.
El sol es un cilicio
que corroe tus ojos.
Escuchas una tórtola
llamando desde un fondo
de ricinos y espectros
con voz de muerta.
Estás bajando ahora
—tu paso es indeciso
por baldíos abstractos
hasta las lindes de una casa
—el viento la destroza
con sus ásperas lenguas
de púas y de azufres.
Un perro te recibe cotidiano
con ladridos. Comprendes:
todo su mundo es tuyo,
otro lugar sin nombres
como un vacío abandonado,
sin término te pertenecen
espacio, bestia y luz.
Pero tú no oyes nada,
la tarde únicamente,
su vibración magnética,
el trompo giratorio de las horas.
La tierra en la que andas ya no existe.
Sola, tu sombra llega
exhausta junto al muro.
Estás frente a una puerta.
Las escaras de cal
son nieve calcinada
que flota en los geranios.
El viento agita lejos
los campos de lentisco.
Estás frente a ti mismo,
la ceguera es completa:
has venido —te dices—
hasta ninguna parte.
Tu sombra tiene sed.
Descifras tu existencia.
*


En el jardín, las suaves
hendiduras abiertas en los predios
de este invierno del norte.
(Hay un hombre inclinado sobre los surcos negros
su mano anciana dicta
su pulso a los abismos.)
Llega una luz serena, de misericordia,
como un aliento frío que brota de las ramas
y envolviera este día con presagios.
¿Cuál es el fundamento de la vida,
cómo decir la palabra de todo desciframiento?
Estás solo. Contemplas
la quietud de estos huertos extraños,
el hombre con la azada, su perro
blanco, el jardín, al fondo los enormes
robles junto a la verja. Piensas
que arar la tierra fue también,
en el origen, cuando
aún los dioses amaban a los hombres
y en ellos alentaba la sustancia divina,
hallar el fundamento del tiempo y la existencia,
su sentido.
Estás frente al jardín, tras la ventana.
El viejo desde el fondo te saluda. Su sombra
se funde poco a poco en la maleza
abstracta, oscura. Ya no hay nadie
bajo la lluvia suave encharcada en los surcos,
sólo el jardín vacío en la unidad
perpetua de la tierra.
*


COLINA DE LOS PÁJAROS

Hay ramajes tendidos
al sol, sobre los muros desdentados.
Aún el sendero
sembrado de guijarros
llevará por el tiempo hasta los cuartos
en la colina, ardiente a mediodía.
Las zarzas encendidas y el espliego,
los geranios silvestres —el rojo
soberbio de su flores—
cubren la casa y los jardines.
Hay una fuente junto al patio
labrada en tosca piedra.
Hasta allí por septiembre,
retornan en bandadas los gorriones
para beber los signos de la tierra
en entregarlos al fuego del verano.
Es un lugar ya casi olvidado por todos
—¿recordarán mis primos
algo de nuestro juegos en las ruinas,
entre lagartos y alacranes?
Regreso al lugar. Cruzo
pensando, los sembrados secos.
Rozo al pasar las flores de un aldelfo
que caen como rescoldos
en la hipnosis del sol y de la tierra.
Regreso, con los pájaros,
para ver nuestros rostros,
para vernos —sus cantos
irrumpen en el vaho de mi mente:
veo la casa, nuestras sombras
vibrar al sol, sobre los muros
de dorado silencio.
Cae brillante la tarde entre sus ramas.
Regreso con los pájaros
a la extensión perpetua del comienzo.
*


Va a cantar ahora mismo
el primer grillo de la noche,
el primero de todos,
el grillo que me habló
en los calmos albores del verano,
desde el coro febril de sus hermanos.
Cada noche, una estrella del empíreo
ha ardido con su silbo de labriego.
En un instante va a cantar su partitura.
Lo aguardo mientras leo, el grillo único,
con la ventana abierta
y el balcón encendido
en la noche postrera del verano.
Es el último, el único que sabe
—ha cruzado cantando hasta nosotros
el marasmo del tiempo—
la densa música del mundo.
*


Ha estado lloviendo toda esta muda mañana de enero, una lluvia fría, monótona, sin eco. Altos voladores de fiesta han retumbado en los patios. Mujeres vestidas de luto llevan cirios encendidos por las calles. Un cristo sangrante bandea sus halos y espinas de plata sobre los hombros de los mozos. La beatería, emocionada, musita rosarios mientras llegan en procesión callada hasta la plaza. Turban los sentidos los perfumes mezclados del incienso y la lluvia. Tiemblan las campanillas del crucificado, la cera de las luminarias se derrama como esperma, ladran los perros a la comitiva, llueve, llueve con furia sobre el pueblo, llueve y suspiran las muchachas embozadas en velos de oscuro deseo.
*


Escribo tarde,
sumido en la nutricia madrugada de Escorpión,
en la elevada alcoba.

Enfrente de la casa hay una selva
de laureles enormes
—el tiempo entero me acompañan,
con su charla dudosa de ramajes.

La ventana está abierta hacia los astros
como en una ceguera.
Pero mi vela está encendida siempre
en atenta vigilia sobre el libro.

Escribo tarde,
en el quieto papiro del verano,
al dictado de músicas supremas
que llegan de dominios remotos que no entiendo.

Escribo tarde en la tarraza,
con la mente elevada hacia voces más altas,
mi oculto oficio.
*


Bajé hasta el mar cuando cayó la tarde
andando con mi sombra entre los muroso con la sombra del otro
En el sueño terrestre del verano.
Bajé hasta mar
en silencio, brillante
en la hora más desierta de la tarde.
Oía mis pisadas, las astillas
ardidas de los ramos
quebrándose a mi paso sobre el polvo.
Oía el roce de mi sombra
cruzar los lechos secos del barranco
entre nopales
que sorbían la luz hasta los tuétanos
en el borde del aire.
Fui hasta el mar
andado con la sombra
del otro, en la serenidad solar,
cuando cayó la tarde
vencida hasta sus círculos humeantes.
Deseaba saber más,
comprender la existencia
de todo cuanto al sol latía, saber
la promesa de la tierra, hallar
los sellos del origen
en que todo comienza.
Fui hasta el mar cuando cayó la tarde,
solo, pensando
que todo era una música, mi sombra,
y yo mismo que andaba junto a mí.
Oculta música en las arterias de la luz
donde beber un orden nuevo,
puro alimento al fin de la conciencia.

CARTOGRAFÍA [1999]

I

AL PASO

Ora sono ubriacco
d’universo…


Giuseppe Ungaretti



IGLESITA

Aguda.
De pronto.
Surges
en mi pensamiento.
No en mi pensamiento.
En el aire
No en el aire.
En un instante
Entre los pájaros.

Iglesita.
Resguño
del mediodía.

Alto acertijo
de cal.
*


CALMA

Esto.
Bello y exacto:
el islote.

Son las tres de la tarde.
Todo es inmenso
y todo es claro
en este instante
de elevado silencio.

En torno nos rodean
Muros de horas ciclópeas.
Zumba el calor
bajo esto árboles
de cristal.

Ruinas y lagartijas
color de azufre.
La hora se vacía.
El aire es tiempo.

Sólo el insomnio
de un limonero
sobre el islote.
*


LA TARDE

Olas suspensas de
la tarde.

Olas —níqueles— crespas.

Lenguaje
del sol: una bandada
geometriza la luz,

Olas paradas en el aire.

La bandada,
las olas
contra las rocas.

La tarde
tan simple.
*


PUEBLITO
Todo se diría ahora en reposo bajo el blanco. La brisa ardiente sopla sobre el reseco y arcano mediodía de polvo. Las aulagas que pasan por el borde mucho arqueado de la tarde en la avenida.
En el silencio se diría que todo descansa ahora en la humeante soledad de la sombra, en los quietos perfiles de los muros abrasados.
Miro los paseos muertos, las ramas dobladas sobre el suelo, el balcón abierto en el aire luminoso. Miro los laureles inmóviles, soplados lentos, sin girar en esta, se diría, densidad acidiosa del verano.
*

DUR EL SHUEIR

Pinos sin hálito.
Tañido de campanas.
Cigarras muertas.
*

PUEBLO

Calles desiertas. Sombras
de árboles sin sombra
sestean bajo el yerto
sol de mediodía.

Oigo el reposo de la sangre
reseca por los toldos. El golpe
de la brisa quemada
en las hojas sedientas.

Fibras, polvo, ceniza.

A lo lejos,
quietos pinos cabecean
con beatitud de sueño.

Y yo, solo,
entre altas murallas de encierro
fatigo las estancias
del laberinto.
*


PENTECOSTÉS

Arden de súbito
al paso de la imagen
rostros devotos
*


Entre en la casa.
Viejas fotografía.
Rostros extraños.
*


DE PASO

Me he despertado
de un largo sueño, Miro

por la ventana. Abajo
crepita la terraza desolada,

vibra el aire en esta hora
vacía, de calcinación.

Los jacarandas
envuelven la casa,

se mueven quietos
en el aire caliente.

Sólo va y viene
(astilla de diamante)

una libélula invisible.
A lo lejos se escucha

una radio cantando
tediosamente.
*


IDEA FIJA

Anoche. Vistos
por un instante
(no con mis ojos:
con mi mente)

al pasar
pensativo
solitario

junto al aljibe desdentado,
aún más reales sobre el agua,

la luna
los pinos
mi rostro.
*


APUNTE

Al pasar
ahora mismo por este
jardín

Recuerdo la enseñanza
de Bashó a
Kikaku
(el de la pimienta):

libélulas, guindillas.
Qué importa.
Ponle alas.
Quítaselas.

Pero haz que vuelen.
*

APUNTE PARA UNA PINTUR DE ZHU DA
(ROCA MUSGOSA)

Roca blanca negra.
Contiene el vacío.
No contiene
nada.

Roca.
Materia página
ardes y vuelves
de nuevo a la materia
del principio.

Roca negra
estás en el fin
blanca sol, flor
Del comienzo.

Zhu Da.
Vieja mula borracha.
Sorda roca.
(Nunca lo sabrás
Hombre montaña.)
*

PENSIÓN

Sobre la mesa
fósforos y cigarros
de los amantes.

(Edgard Hopper)
*

VENTANA

La mañana entera.
Diminuta. Invisible. Cantarina.
Sobre el lecho de lluvia.

Rayo de jade
entre las hojas gigantes
del gran banano.

Oigo una rana.

Ella canta.
Yo escribo.

II

SÍMADROS

Olí en el aire el cuerpo de la higuera
Que me llegaba fresco desde los óleos del mar.

Odisseus Elytis



I

La calma del mediodía junto al mar, los guijarros ardientes.

De pronto oí el aldabonazo del cíclope resonando en los mosaicos de la villa. El toque del símandro entregado a las terrazas bullentes del aire.

La vieja ermita, abandonada, suspendida en el alto secreto de la tarde. El cíclope de cal azotado por los círculos silenciosos de los pájaros.

Oigo las pisadas sobre la tierra crujiente, las voces dormidas bajo los limos de los soles, nuestras sombras brillantes rodando en los guijarros del verano.


II


Mediodía.

Las cabezas incendiadas en el deseo del sueño. Las amarras derruidas bajo la sílaba implacable de los soles.

Fibras. Semillas. Polvo negro.

Ved las huellas de otros seres altivos, dije. Oíd el murmullo de la aldea sumergida en sus ruinas insomnes.

Todo está solo. Las piedras labradas junto al oleaje negro, los ramblizos solitarios, los cardos enceguecidos en mitad de la tierra candente. Y luego, más allá del barranco, entre fibras de ramajes ondulantes, entre semillas doradas, entre polvo aún más negro, dije:

Ved la transparencia del dios que palpita en la oscura sed de las aguas.


III

No había nadie allí, junto a la casa y su quietud. Sólo el silencio del sol en aquella hora de alzada transparencia. Nadie. Sólo la casa y el rancio olor de los olivos junto al camino polvoriento.

Contemplamos las paredes en lo oscuro, pasé mis dedos ciegos por la roca, por los pigmentos de sacro fulgor. Y vi sus rostros de repente iluminados por el nimbo de luz de nuestras velas. ¿Qué habían esperado tanto tiempo al borde de las aguas sin tiempo? Túnicas rojas, máscaras de oro, árboles dibujados con óleos y cenizas, y el ave allí en el cielo de la bóveda, extinguidora, prendida de la mano misma de la muerte.

Se decían adiós con lenguas de humo, inmóviles, mientras bajaban escaleras de piedra hacia otras aguas más oscuras.


IV

Descendíamos en la claridad por las escalas vaporosas de la roca.

El barranco polvoriento surcado por cimitarras de sombras invisibles. Támaras de aire. Támaras ardientes sobre el espacio sagrado de sus sombras. Y las silbantes cabelleras, sonámbulas, volcadas en la tórrida espesura del barranco.

Descendíamos.

La claridad, la brisa jadeante, las voces ausentes que luego oímos desde las cimas, por los matorrales de quebradizas púas.

Voces cegadas hasta el borde marino de los muros.


V

Otra vez, el viento, sus espiras mortuorias que fluyen densamente en hora altiva.

Gime, gime pesantez, agua oscura. Gime fibras y semillas en este final rizamiento de la tarde.

El viento, por el enigma ansioso de los muros, golpeando las palmas de la trémula aldea en su tartana de guadañas herrumbrosas.

El viento, allí contemplado, allí erguido, Argos vigilante, multiforme, el viento junto a la roca y su meditación.

El viento densamente descendido hasta los surcos intangibles de la muerte.


VI

Nos detuvimos bajo el cuerpo leproso de la higuera. Bajo su sombra danzante en pospatios de piedra.

El mar había traído el olor de los cuerpos durmientes, el derramado brillo de sus cabelleras dilatadas como resina por las espaldas sumergidas de la villa.

Luego vimos en la capilla el fulgor de recogimiento, el fuego obediente de la llama flotando sobre el disco de cera. Vimos la estatuilla, la diosa pequeña del lugar, ofreciéndonos en la penumbra de los arcos el pálpito desnudo de sus pechos.


VII

Nadie. Solamente el islote vibrando hasta la profundidad de las simas y las aguas abajo.

No había nadie allí. Sólo el toque inmóvil de la campana, como un ánfora de fuego, suspendida en el confín de la tarde.

Íbamos solos, callejones arriba, entre las últimas casas. Vimos los cirios encendidos en la umbría de los cuartos, el viento calizo adormecido en el áspero pecho del verano.

Nadie. Solamente el islote vibrando, allí, en lo nocturno hasta los círculos abismales de las simas, hasta los limos espesos donde habitaba el silencio.


VIII

Bajo los torbellinos de la luz, en la ciega oquedad de la tierra perdurable: los cardos inclinados hasta su abolición, las aves replegadas en los mantos de la noche.

Nos quedamos inmóviles un momento, contemplando las olas resplandecientes, ágiles platas, por los mosaicos marinos de la villa. Inmóviles para escuchar el símandro en la altura, para ver el relámpago de luz definitivo a través de los riscos dormidos.

Bajo los torbellinos, al fondo de los vésperos, allí, cerca de la ermita lentamente varada en el ocaso.

III

Al Paso



Passejaré per l’ordre
De verds xiprers immòbils
Damund la mar en calma


Salvador Espriu


DOS INSCRIPCIONES

Yo, por el arrecife,
Y el vuelo del halcón
Sobre mi sombra sola.

Jamás se cierna
La maldición de Tántalo
Sobre estas islas.

(Arquíloco de Paros)
*

Llegué a la finca.
Las persianas tapiadas.
Sólo los perros
Ladrando a otro fantasma
Me salieron al paso.
*


Hace ya tiempo
Que vivieron aquí
Las extranjeras.
El siroco de agosto
Azota estos jardines.
*


La escuela abandonada.
Galpones destrozados.
Ya no escucho las voces
De los viejos amigos.
*

PALYA

Por los mosaicos de piedra,
Bajo la sombra bullente
De las palmas, descendimos
Hasta el sueño de las aguas.
*

PUNTA DE LA RASCA

Lugar de espanto y polvo negro,
Donde sólo escuché el murmullo
De cal y viento de los muertos.
*

LIMONERO
(AGNES MARTIN)

Mira el limonero sobrealumbrado centro del fuego cernido sobre la tierra su materia incinerada vibra brillante escritura de materia en sombras disueltas bajo el árbol dormido a mediodía en el sentido del aire un limonero vibra sobrealumbrado en esta hora del espacio materia de escritura en calma duerme fuego duerme materia duerme limonero.
*

A PARTIR DE UNGARETTI

Quién me ha traído
Entre ruina y desiertos
Hasta esta playa
Donde el viento salino
Cruza mis ojos ciegos.
*

TEN-BEL

Pasé a través de estos jardines yertos
Como pasamos ciegos y perdidos
A través de un espejo sin imagen.
*

¿A quién aguardo
Enfermo es esta casa
Desconocida?
*


PENSAMIENTO

La persiana ciega el volumen de la tarde.

Oigo el sol en secciones de volumen negro. Palmas y discos agitados en la tarde de polvo negro entre el ramaje oigo el ahogado zumbido de las horas tras la persiana disecada.

Pienso: no hay nadie en el follaje brillante de los pinos, nada fluyendo en la risa del agua. Sólo el murmullo del aljibe, el sopor de los insectos, el jadeo de la tarde que entra y sale de este sueño, la serena curva del camino. Sólo segmentos de sombra negra sobre la mesa donde escribo: pienso el brillante silencio, el ahogado zumbido donde escritura y sentido y persiana ciegan al volumen negro brillante de la tarde disecada.
*

Siguen sobre la arena
Aún las viejas sandalias
De la mujer ahogada.

(Playa del Monis)
*

SUR

Todo está como ausente
Y detenido ante mis ojos.

¿A dónde cruza el viento con voz trémula y perdida?

Sur, este es el signo
Que trazo sobre el muro
Para saber que he estado aquí, solo,
Con las estatuas transparentes de los muertos.
*

NOCHE

En los estanques nocturnos
Mi pensamiento vigila
La quietud del infinito.

(Giacomo Leopardi)

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