Cartografía (1999)/ Tiempo entero (2002)/ Terraria (2006)

miércoles, 26 de agosto de 2009

TERRARIA [Primer Premio Mârius Sampere, La Garúa, 2006]

I

TERRARIA



Y yo soy Thot, el que anuncia la aurora,
el que posee la visión del porvenir, el que administra
el cielo, la tierra y la Duat, el que ha creado la vida para el hombre.

Libro de los Muertos


Macho cabrío, de hirsutas llamaradas. Chivo de mil cuernos. Gran masturbación solar en la llanura solitaria. Sol de galera, fornido en su trono, atronando con martillos de fuego los vulcánicos yunques. Galera ilusoria remando en medio de la nada. Desierto escorial de esqueletos, extensión terraria dejada al albedrío de los vientos. Fanal de serpientes. La casa envuelta por los brazos enormes de una higuera. Hidra de leprosas cabezas llamando en las persianas. Arriba el sol derrama su leche sulfurosa. Cigarras gritando contra el cielo. Tierra reseca en la llanura de harapos. Sol loco. Ropas podridas, guedejas. Botellas rotas. Estacas fantasmas. Cactus purulentos. Alambradas partidas. Por un camino pedregoso te acompañan lagartos lazarillos. Vas por la llanura aplastada. Dejas la casa a lo lejos. Sólo uno o dos arbustos raquíticos resisten la galerna de estas arenas infames. El sol te ciega. Consigues ver huesudas colinas de piedra blanca, extendidas suavemente. Pedregales aletargados. Chispas. Surgen aquí y allá remolinos de polvo que son gentes. Que son perros. Que son momias.

Cierras los ojos y pasa el espejismo.
*


...nemmeno quaggiù
nel sud profondo
di merda

Leonardo Sinisgalli


Ahora, al ver estos caminos estragados entre tumbas de arena, con calveros aquí y allá, estas llanadas hoscas en donde apenas brilla, rota, una botella abandonada entre nopales, al ver estos caminos, ahora que has parado el coche en este Sur remoto, recuerdas aquel perro que vivió largos años en la casa de la abuela, y que tú cuidaste con delirio, niño aún entre las calamidades de la vida. El perro aquel que muchas veces en tus brazos consolado se dormía. Recuerdas las noches de verano, cuando las voces familiares llegaban de sus mundos ajenos a la baranda de la abuela; el perrillo ladraba de puro contento, y tú y él pugnaban por alzarse, a saltos, a los brazos del padre que venía de lejos, de los barcos. Un día, cuando bajabas el barranco entre las cañas, el perro ya no acudió a tu llamada, pues fue llevado al hondo Sur, te dijeron. ¿El Sur? ¿Qué era el Sur?, preguntaba el niño jugando entre las piernas de la abuela. Hoy, después del tiempo, ya lo sabes. El Sur es esta mierda. Estos calveros infectados de pulgas, estas parameras de dolor en donde nada vive, salvo la extrema ceropegia venenosa, la planta fea entre chatarras y latas oxidadas, la dedos-de-muerto, la planta mataperros.
*



Vas caminando hacia una playa por tierras tumulares, hacia no sabes dónde. Has atravesado durante horas la extensión solar, el leprosario perdido de las horas. Has cruzado hace poco ante cuatro casuchas derruidas. Has lanzado con furia unas piedras a los lagartos de las empalizadas. Hay volcanes dormidos al fondo de los páramos. Una carretera en medio del llano. Verrugones de tierra. Arenas. En uno de los cuartos sin techo has encontrado restos de habitantes anteriores. Botellas vacías de colores trasquemados. Mantas podridas al sol. Colchones. ¿Quién vivió aquí, en la devastación absoluta? Nada de esto es posible, te dices. Estás escribiendo. Solo es escritura, sólo son signos. Imaginarios garabatos que sobre el papel toman vida. Homúnculos apestosos. Te acercas despacio. Andas, como borracho, hacia unos barriles oxidados. Golpeas con tus zapatos unas latas. Huyen lagartos y alacranes de una mancha de sombra. Abajo, en la rambleras, junto al pozo, el viento silba lejano entre las cañas. Sigues. Andas. Ando en silencio. Sólo es escritura, sólo son signos. Te adentras en los ardientes carascales. En la terraria negra. Rodeas unos cráteres enanos. Pasas entre nopales sarnosos.

Vas caminando hacia ninguna playa.
*



Para Màrius Sampere
Para Laia y su niño

Me adentro desnudo en el desierto, descalzo como un monstruo avaricioso. Huyo con la cerviz inclinada contra el suelo, para abrir en secreto el óvulo dejado esta mañana por el mar. Pensé: «Lo llevaré hasta el templo, más allá de la última playa, a donde nadie ha ido, hasta el lugar que sólo yo conozco.» Lo llevo ahora en mis manos y siento que en mi pecho se desbocan tambores de impaciencia. Cruzo las parameras solitarias, los tarajales orinados por cabras ilusorias. El óvulo es pesado, como un cuerpo que contuviera un ser dormido, un pez o un tritón. Tomo al fin una piedra afilada y lo golpeo con furia hasta que estalla y su pulpa melosa y roja y espesa mancha mis manos, y mis labios, y mi boca la recibe con ansia y paladeo como un monstruo avaricioso el fruto potente del origen.
*



Para Iván Cabrera Cartaya

Pequeño homenaje a Joan Brossa


Al llegar a aquel pueblo de extraño nombre, comprendí que me hallaba solo y perdido en el valle de los muertos. No había nadie paseando por la calles, nadie en las altas murallas de mi encierro, nadie en las almenas de los cipreses transparentes. Aburrido, recuerdo que bajé por una judería, y al desembocar en la plaza solitaria, vi junto a una fuente a un grupo de muchachas que hablaban entre risas la lengua de los griegos. Al acercarme a ellas y destocarme el sombrero con gracia de cortesano, vi que no eran muchachas, sino estatuas de rígidos senos, y vi que en sus ojos vacíos se acumulaba la sombra y el tiempo igual que agolpa en las ruecas de las Parcas. Quise, decepcionado por mi encuentro, enjugar el sudor de mis sienes en el agua de la fuente. Pero tampoco era agua lo que había, sino polvo, polvo y fragmentos de un libro escrito con versos de poetas venerables.
*



Uga, recóndita hoya en espiral cerrándose lenta sobre sí misma, hacia sus intimidades de piedra. Casas blancas —cubos blancos— como terrones de azúcar. Caserío durmiendo su siesta bajo el relámpago del sol, sobre brasas de lava. Caserío de azúcar blanca calcinada, portal de belén paralizado, acertijo de espinos y silencios. Uga, recóndita hoya en espiral, rodeada de domos negros, de cráteres dispersos que no levantan más de la medida de un hombre. Diadema de escoriales relucientes, de estériles peonías, de prolongadas ringleras de palmeras, de achaparrados sauces, de quemadas acacias.
Una brisa cruza de cuando en cuando el pueblo, ventila las gavias, los crujientes barbechos, levanta gravillas de los testes, comba los hierbajos camineros, serpea aligerada rumbo a los arenales, retoza con fibras junto al asfalto, cruza la carretera, llega hasta las piedras blancas que señalan los bordes de la casa, busca la ventana verde y sopla sobre este cuaderno. Desordena estas notas, las agita. Sólo queda un palabra.
*


Para Jordi Doce


Me dijeron que ocupaban sus sillas con medido esfuerzo, que desplegaban sus mapas, que el sol de súbito invadía. Me dijeron que pasaban toda la mañana bebiendo sus cócteles, charlando animosamente en lenguas extrañas. Dicen que imaginaban rutas, caminos entre montes cuaternarios, vegetaciones fibrosas, frutas de pulpas fluorescentes, arborescencias gigantes, selvas inextricables. En el hostal de la última isla, el hotel azotado por tifones eternos, por alocados vientos, por oleajes de cantos extraños y fanfarrias. De cuando en cuando, un grupo, perfumados ya al alba, impelidos por fiebres visionarias, partían del hostal atravesando las vaporosas llanuras de azufre, los roquedales leprosos de lava negra. Bastaban dos o tres días de excursión. Mientras tanto en el hostal sólo había que dormir, descansar durante las tediosas horas del sopor insular. Esperar a las lluvias. Al cabo regresaban del interior, con sus cuerpos llagados, resecos. Tan sólo unas jornadas de agonía eran suficientes. Las enfermeras subían y bajaban, ajetreadas por las escaleras. Murmuraban en los rellanos, cambiándose frascos vacío por frascos llenos. Luego se celebraban en silencio las nuevas exequias.
*



Tazas de café sobre la mesa, vacías. Hay unos granos de azúcar sobre el hule. Rutilan como astillas de diamante todas por el sol. Oímos sólo el tic-tac molesto del reloj que cuelga en la pared de la cocina. Todos en la casa han ido a sus quehaceres solitarios, a sus recintos hipnóticos de recuerdo. En el jardín de reluciente rofe negro un hombre flaco duerme. Es el pintor. Ha extendido su manta sobre la sombra deshilachada de una acacia. Ha mirado su invento pobre. Falta algo, se dice. Entra en la casa. Sale. Ha acomodado una vieja almohada de tela de saco. Mira de nuevo su invento. Asiente. Luego se ha recostado sobre su lecho. Ahora el hombre duerme boca arriba, las manos sobre el pecho, los dedos entrelazados. Sus pies están orientados hacia el tronco de la acacia. De vez en cuando los mueve, los reacomoda, tiemblan. Muy cerca dos lagartijas se disputan la fantástica posesión junto al gigante. Una acude presta hasta un zapato, agita sus patas. La otra fustiga con aspavientos y carreras. La primera huye, se vuelve malhumorada. La otra campa con orgullo. Se hacen muecas de advertencia. De nuevo regresa. Y así.

Así pasa el tiempo de la siesta en Uga.
*



Vas por un camino de humo, borracho, sumergido en el fuego vaporoso de la tarde, vas coronado de perfumes brillantes que nimban tus sentidos. Aún llevas la botella en la mano, ya vacía. De vez en cuando te detienes, miras en el cielo las formas de las palmas. La claridad desciende por tus ojos cegados, y resuena en los yunques de tu materia. Todo es nítido y perfecto en esta hora de efluvios. Entras y sales torpemente de la sombra que el muro derrama en el camino. Alguien, al verte pasar, se ríe. Ya no vas por el camino soleado, es el camino quien te guía y te susurra al oído las palabras. Ver —te dices— el fulgor de los mares colmando la tarde hasta la cima misma del ahogo, ver el flujo ambarino recostado sobre el lecho de algas, la materia viva y la materia muerta. Ver o soñar la materia muerta en diálogo con la materia viva, soñar o ver la claridad de las esferas, soñar toda esta ceniza alimentándose de más ceniza en un ciclo que salva y supera nuestra mente. Ver o soñar, devorar con los ojos. Ser el vidente, ser el médium que sueña lo real para salvarlo. Y sumido en estos pensamientos te adentras en la playa, y allí mismo te acuestas, lúcido animal beodo en la luz saturnal que es materia y que es tiempo, y te duermes en el tiempo, en sus altos remansos, en sus corrientes, en el organismo sin fin del más grande conocimiento.
*



Subo despacio por la cuesta de cipreses. No se oye más que un murmullo de cigarras, la fosforescencia del mar que destella en la costa. ¿A qué hueles? Olor a la herrumbre del azufre en los parrales, olor a esta teoría de lavas —ácida moribundia, metafísica insoportable de la roca, quebrándose en su íntima ignición—. Subo despacio por la cuesta de cipreses. Entonces —así escribes— era un niño. Voy por el camino que bordea las murallas del cementerio, y alguien me toma de la mano, me guía entre las tumbas, me dice nombres y señala sus fotos. ¿Recuerdas el trato venerable con los muertos? Continuo escribiendo. No se oye más que un murmullo de cigarras, la fosforescencia del mar que acude de los cielos. Otra vez subo despacio por la cuesta de cipreses. Recomienzo, escribo. Ahora lo recuerdo: flores frescas a cambio de jugos podridos, agua fétida en vasos añejos donde se pudren todavía los claveles que dejamos un domingo. Alguien te toma de la mano, miras su rostro, no es nadie. ¿A qué hueles? Aquí se disecan calaveras, se despilfarran uñas, se mezclan cabellos con turba de palomas. Hiede a cera, a óxidos. Recomienzo, sigo escribiendo o sueño que escribo. Voy por el camino que bordea las tumbas, el calor nimba mi cabeza. Leo los nombres en las cruces blancas. Yace aquí la estirpe de mi padre, la que en mí se detiene sin la promesa de un mañana. Hiede a cera, a humo negro, a basuras que quemaron. Comienzo, escribo de nuevo, recomienzo. Subo despacio por la cuesta de cipreses, escucho las cigarras ocultas junto al muro, el mar descansa sus columnas sobre el cielo —sólo siento esta ácida moribundia, la metafísica insoportable del regreso. Subo despacio, recomienzo, ando, escribo.
*
Para Marta


Una vez, en los tiempos primeros de la infancia, en un descampado de escombros y viviendas vacías, vi a unos muchachos, casi desnudos, jugando con un perro. Entre ellos cruzaban palabras que yo no comprendía, acariciando sus orejas y su lomo blanco. El perro iba de uno a otro, raspaba la tierra con las uñas y quedamente ladraba. Los muchachos, sentados a la sombra bajo el sol, fumaban un único cigarro que uno a otro se cedían con halagos de viejos camaradas. Uno de ellos tomó de pronto al perro por la cola, lo alzó en el aire, colgando en su puño apretado con fuerza. Un grito ahogado salió de sus pulmones. Y en corro se rieron del pequeño animal, de sus ojos despavoridos y sus muecas inútiles. Uno de los muchachos apagó la colilla contra el suelo y, como quien prepara su cuerpo para un trabajo fatigoso, mesó sus cabellos. De los escombros tomó un palo. Vi después caer al perro sobre la tierra, aturdido, tratando de mantenerse en pie y acaso huir. Luego hubo silencio, y el bulto absurdo de la muerte rodeado de polvo. Nada dijeron aquellos —de pronto para mí— hórridos hombres. Recogieron sus camisas, puestas en los hombros, y explanada adentro marcharon por un camino que a ninguna parte llevaba.
*
Huesos, vidrios, calaveras sonrientes de perros. Pellejos secos, garabatos de alambre enredados en pelos de muerto. Tachones, herrumbres, clavos, dientes. Ringlera de arbustos muertos junto a una acequia. Por aquí no ha pasado agua en siglos. Me parapeto en la sombra de unos cobertizos. Me acerco despacio. Ando, casi borracho, a tientas en las sombras que ha cegado mis ojos. Oigo el agua podrida en el pozo cerrado, el pozo cubierto con recortes de chapas oxidadas. Una goma de coche junto al quicio de la puerta. Un perro echado en los cartones. Leo los nombres grabados en el muro, la fecha antigua. Esta tierra era nuestra —me dicen—, era una tierra transparente y vacía. Entro más en la sombra, en la turbación de unos muros desdentados: soy ellos. Tierra infértil como una llaga purulenta. Leo los nombres grabados con tizones. Nosotros bebimos el jugo espeso de esta tierra. Le hurtamos el secreto que alimenta de acónito la entraña. Me han hablado los espectros. Poco a poco la pudre ha anegado los cuartos, ha taladrado con sus termes los maderos, las tejas han caído. Los muertos se llevaron los galpones. He de cruzar este pueblo sin vida, me digo, huir de este espejismo insoportable. He de seguir hacia la playa, más allá de los últimos torrentes de lava inhóspita, y allí, entre las algas secas, vomitar el jugo verdoso de la videncia horrible.
*



Contemplo la centaura reseca al pie de estas columnas, los torsos de arenisca de estas deidades desenterradas, expuestas al turista, y comprendo en sus muslos los signos inútiles de una adoración divina. El grupo de franceses con el que he desembarcado rumorea al fondo, ante un frontón ligeramente declinado hacia el borde encendido del mar. Pienso que, en realidad, no hay nada divino en estas excrecencias cronológicas, salvo el tiempo mismo y su quietud bruta. Me aparto un momento por los frescos ramblizos de cipreses. A solas escudriño en vano estos falsos símbolos micénicos, donde sólo se suceden el lagarto astuto y el polvo. Con qué sosegado mutismo lamen el aire y la luz los últimos instantes de la tarde, los frutos disecados de las parras. Hierbas quemadas bajo la sublimación soberbia de las columnas, cuerpos mutilados de dioses, denigrada existencia sobre el mármol. Contemplo la centaura, esta hierba humilde entre las piedras, y me digo, cómo no bajar, entonces, andando hacia la sombra de esas ramas, junto al muro. Ir descifrando al fin los signos, atravesar al cabo el tedioso espesor de este hastío al que he venido.
*



Para Pedro Tayó


Es menester dirigirse a las afueras del pueblo, huir bajo el sol tirano de las tres de la tarde, echar a andar tierra adentro, adentrarse en los torvos malpaíses de la Almurcia, trasponer con pie ligero por Las Lenguas —los cráteres gemelos—, cruzar junto a una higuera de retorcidas falanges, atravesar los testes de zahorra, saltar los desdentados lomos de los muros, girar sobre el eucalipto enano, sortear los costrones de lava, evitar las cuchillas de afilada piedra, deslizarse entre dunas de rofe, bajar a la hondonada a donde ninguna cosa llega, ni sonido, ni voz, ni brisa. La hondonada en la que entran, a solas, el pintor y el amigo. Vemos los primeros osarios. Detrás de un campo de escorias se oye el canto de un pájaro de ignorado nombre. Canto sin apenas aliento, afónico. Sello de lacre sonoro para la tumba. ¿Estamos pisando tierra santa? Aquí y allá desperdigados esqueletos sobre el rofe. Costillones blanquísimos. Jerigonza de huesos retorcidos como alambres. Quijadas sonrientes bajo el sol. Osario mudo. Dientes anónimos. Vértebras calcinadas. Estamos pisando tierra santa, estancia tumular, abandonado cementerio de camellos, recinto de sacrificios.
*



Sol de justicia. Malpaíses de negrura adusta combinados con rubios médanos desiertos. Salinas arrasadas, arrasadas arenas, disparadas tierra adentro desde el mar atormentado. Contemplas el extremo lugar. Contemplas los arenales naufragados entre juncos y vegetaciones famélicas, maderas que flotan en las aguas sin vida, excrecencias marinas, sogas, fragmentos, medusas purulentas, peces podridos que vagan en las ágiles corrientes solitarias. Arbustos combados, devorados por sales corrosivas, cactus bajo el azote sulfuroso de furibundos temporales, plantas deshidratadas bajo las fustas de este viento leproso que jamás termina, este viento que aúlla en su inclemente paso hacia la nada.

«Órzola», dice el letrero.

Salinas de aguas fétidas. Oleajes apestados. Pájarracos mudos, de cuerpos contrahechos, encorvados, petudos, jorobados, de enormes zancas. Pajarracos a la rebusca de la paupérrima carroña. ¿Quién osa vivir aquí, en este lugar dejado a su suerte, olvidado en el más extremo de los sitios, quiénes sino estos extranjeros errabundos, enfermos, morosamente cristalizados bajo el cielo agonizante de la desconocida Órzola?
*



Para Paula


Un día habrá en que ya no recuerdes la dicha del comienzo. Un día lejano olvidarás el camino que llevaba a una playa de médanos ardientes, en el profundo Sur. No sentirás la mano que tomaba la tuya, y con temblor inocente te ofrecía la pasión que vibraba en su cuerpo, joven aún, y más sereno que el tuyo. ¿Recuerdas aún aquel pájaro que vino de un viento de oleajes, y se posó junto a los amantes, a contemplarlos, ambos desnudos, anudados con fuerza, lejos de los hombres y su garra? Todo será olvidado un día: la saliva de la lengua que calmaba el deseo, el pulso de una sangre coronando los senos, el arco de la espalda bajo el punzón del sol, el gemido de la boca como un pájaro a punto de morir. Todo será olvidado un día, un día de misericordia. Será una mañana anónima en la corriente inconclusa de la existencia, habrá lluvia o sol, bajarás a las calles, andarás hasta una plaza, serás muy viejo, ignorado entre hombres, un perfume de flores envolverá tu rostro, habrá calma y luz, se cerrarán tus ojos, será la lluvia o el sol, y sin sentirlo, sin comprender ya nada de ti mismo, al fin se obrará el milagro sombrío del olvido.
*


Cipreses al borde de la carretera polvorienta. Y a lo lejos, desde la ventanilla del coche, entre más cipreses largos y negros, casuchas viejas, con las puertas caídas, con persianas rotas por donde escapa una mano de trapo, agitándose, ondulando un adiós fantasmal. Y a lo mejor un carro de tablas que el viento ha desclavado, esperando el inicio de una marcha pospuesta sine die. Y puede que una pista larga por donde entra el coche de mi padre levantando con su marcha tolvaneras sonrientes y una nube de pajarracos negros. Y a lo mejor mi madre y su gran cabellera negra que le cuelga sobre los hombros desnudos y la espalda. Mi madre que se gira para ordenarme que no saque los brazos por la ventanilla. Mientras sonríe, mientras la pista por la que nos adentramos hace unos treinta años ya no existe, mientras mi padre habla de algo, algo que no comprendo, algo hermoso, sin duda, y de sus ijares cuelga una barba inmensa de Poseidón que brilla porque la luz de sol entra en el coche y lo baña todo. Y puede que uno o dos perros rechonchos que nos ladran cuando cruzamos la verja y persiguen las ruedas llenos de rabia. Y quizá un viejo al que nos acercamos andando después de apagar el motor. A lo mejor la mano de mi madre tomando la mía, guiándome, protegiéndome de los dos perros diminutos que juegan a morder mis zapatos. Y mi padre, alto como un titán de cabellos rizados y grandes manos, que acaso va delante de nosotros, solo unos pasos, que se gira para saber que le seguimos. Y el viejo que se adelanta para saludarnos, que alza su mano en señal de acuerdo, con tres dedos extendidos, y que después se gira hacia la casa claveteada con chapas de metal, maderas, plásticos y cuerdas. Y a lo mejor seguirlo a través de un patio, pájaros en jaulas, locuaces, amarillos, helechos que cuelgan desde los galpones hasta el piso, verdes como algas, y una radio que habla en una silla, y puede que una mesa basta, las maderas gastadas, y tal vez un cuchillo ensangrentado encima, de largo filo helado. Y en una bandeja de metal, con sus ojos aún metidos en los cuévanos, tres animales con sus carnes despellejadas, y el humor de la sangre caliente rezumando en los tendones, y tal vez el delicado pálpito de los cuerpos sacrificados hace un instante. Y puede que mi madre saliendo de la casucha del viejo, el patio de los pájaros chillones y las plantas, la bandeja de metal en las manos, sonriente, diciendo algo, algo hermoso, sin duda, y mi padre contento porque regresamos con tres animalejos muertos a nuestro coche, y a lo mejor aquella tarde cuando reemprendimos el viaje de vuelta, y dejamos atrás poco a poco las llanuras con las casuchas destrozadas y yo mirando en la bandeja de metal, los ojos como boliches, la sangre tibia, la quieta anatomía de la muerte que volvía conmigo, en el sillón de atrás, a mi lado.
*



HABLA TÁNATOS

Ustedes no son más que semillas, semillas huecas que el hálito sonámbulo de la tarde agita en las altas flechas de las verjas. Los escucho, hijos míos, y resuenan como un entrechocar de huesos que el verano cuece en urnas blancas. Salvo ustedes, todo cuanto contemplo es volátil, cambia sin sentido y perece. Ustedes, hechos de vacío, de residuos fétidos, de la escoria que vuelca el tiempo en los torrentes secos, en las rambleras muertas, ustedes sin embargo son la expresión conseguida de estos predios. Sólo los dioses habitan el extremo límite de la permanencia, y ustedes lo hacen. Miren ese pájaro que cruza el aire translúcido en esta hora imperial, ¿no se cumple acaso la perfección de su belleza enteramente en el dibujo de su cuerpo inerme sobre las losas candentes de nuestra villa remota? Quemadura del plumaje impreso sobre el mármol, eso es todo. Ligero es este sonido, hijos míos, y sabio. Ligero como el canto del pino hermoso que se dora en la tarde, sabio como el diapasón de la campana que anuncia en la canícula los golpes de la azada, ligero y sabio como el aire socavando la hierática aridez de nuestras huertas. Ustedes no son más que semillas, hijos míos, el germen provisorio de nuestro sueño.
*
II



ADENDA A TERRARIA
Y me parece también que uno de los principales síntomas de esa debilidad es la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico.

Adam Zagajewski




Toda la noche murmuró el vaho caliente en las acacias del Omicián. Te habló en la lengua del espejo negro, la lengua de cuanto no existe todavía y vaga en lo increado. Con polvos de calor ventral para incubar el más raro de los huevos, los mantos de la brisa envolvieron la arboleda de la casa, giraron en torno de tu cuarto, formaron con sus sombras en la pared los signos. Toda la noche, aquel verano, en el caserón remoto del Omicián, entonaron las ramas y las sombras, las formas inasibles del espejo negro, los cantos que tú recuerdas todavía.
*


Ahora, en la prolongación húmeda de la noche originaria, vuelve el vaho caliente del verano para hablarte, para engendrar en ti la forma sucesiva de su canto. Estás otra vez en el cuarto, inquilino en dos tiempos, aquí y allá, lámpara y vela, niño y hombre: en verdad —te dices— morimos cada noche al dormirnos, pero creemos ser los mismos seres de ayer, y no comprenderemos jamás el misterio del tiempo.
*



Cada tarde desde el balcón te escucho, después del repique de campanas anunciando la misa de los cinco. Te escuchamos distante, al fondo de esta villa sumergida en las calmas inconscientes de los tiempos. Detrás del jardín abandonado de los ficus y las zarzas, y más allá de los muros de este encierro te escuchamos. Duelo de un cuello encadenado de por vida, galeote de un sueño de furias centenarias. Ah, mi ignorado mesías, yo te escucho, háblame, di tu tormento que yo transcribiré para los hombres. En los bordes quemados de la tierra, donde tocan a su fin los caminos de la tarde y se dispersan las semillas de la eremita lunaria, todos escuchamos tus latidos de aflicción, en la calma inconsciencia de esta república de necios.
*



Hacernos visibles a los demás no entrañaría mayores problemas si, mediante ese aparecerse —o aparentarse—, no nos hiciéramos invisibles para nosotros mismos. Como le sucedió a aquella estatua que vivió ermitaña entre nosotros, hasta que un día, para saludar al turista que visitaba sus ruinas y ser por él fotografiada, se desclavó con esfuerzo de su basa honorable. El viandante la vio llegar, saludando en inglés a diestro y siniestro, pedigüeña y fatal. «Una foto, una foto». Esta historia que me contaron motivó que un día que perdiera todo interés por las estatuas. Ten cuidado, me dije, pues ya no regresarás a tu morabito anterior el día que bajes de la villa en ruinas a la plaza pública, a pedir, a mandar, y a ser mandado. Te perderás en lo visible. Siempre debemos elegir lo más difícil, aceptar ser la piedra.
*


Para Andrés Sánchez Robayna


Acaso los recordados muros de Tetir no son al fin y al cabo más que los restos de otro mundo, un mundo de pérdidas y estragos que ya no alcanzaremos. Soledades atribuladas que azotaron los vientos, paralizadas por calmas nebulosas, desgastadas por soles iracundos. Lugar que sólo existió en lo más hondo de un poema, en la mente de un hombre que deseó superar el límite de la carne innoble. Todo es ahora una huella ligera que se perdió con el tiempo. Belleza callada y humilde de Tetir en esta mañana relentes y formas espectrales que cruzan arrastrándose por la lejanía sin vida. Esta mañana, en la casa de los amigos, el alma se me llena de un gozo nostálgico que jamás hube sentido. Contemplo las ascéticas gabias, las casas señoriales que impusieron los hombres en la colina, abajo los caminos polvorientos por los que nadie camina, la mañana serena, inhabitada, perdida más allá de todo límite.
*



Después del almuerzo, subes a la plaza del pueblo para fumar. Los vientos anunciados en la radio se presentan por fin, se unen a lloviznas repentinas que golpean nerviosas toldos y ramajes. De vez en cuando, entre celajes y laureles, relumbran resplandores casi metálicos. Te entregas, así, bajo este cielo, al paseo de siempre bajo el ramo sarmentoso de las jacarandas. Luz y lluvia y resplandor, en torbellino desatinado, atraviesan el día. Vas pensando en el niño que lloraba en la esquina, abandonado un par horas por su madre. Cuentas, beata tu mirada sobre el suelo, las losas pisadas tantas veces. Del cielo cae ahora, alocada, en turbinosa ráfaga, mezcla de humedades, semilla, viento, hojarasca reseca retorcida en las esquinas, insectos marchitos, luz difusa y golpeada, como un albor de lluvia fina. Todo es mudable y se vuelve por un momento lugar irreconocible. Pero siempre has pertenecido a estos Elíseos. Quién eres, si no. Por qué ir vestido así entonces. O por qué no llamarte Paul y haber llegado ayer con otros forasteros, y mañana partir para siempre. Haber conocido este lugar unos minutos y al instante olvidarlo. Sobrevivir en otro mundo, convertir así esta plaza en una hermosura definitiva. Mas sabes que morirás aquí, donde has vivido interminables días, el tedio dominical, en esta plaza quieta, mojada hoy por otras lluvias del invierno. El vendaval arrecia en Los Elíseos y tú lo contemplas todo, semejante a un espejo. Lija todos los muros del pueblo, ulula en los tejados, aúlla por las calles, raspa con sus garras las paredes de piedra. Y mientras, tú tomas asiento, y guardas cuanto ves: lo irrepetible se sucede en un mudable torbellino. La muchacha hippie que tocaba la flauta recoge su sombrero del suelo. El padre italiano, y su hijo italojaponés, desmontan su badulaque entre gritos de sorpresa. Dan las tres en el campanario. Los turistas alemanes huyen a su autobús. Unos jóvenes que podaban árboles hacen un alto en la faena. Trastean postigos mal cerrados aquí y allá. Pasa un hombre alto y loco. Va a pecho descubierto. Es barbudo como un profeta, un Bautista que agita sus brazos con furia y lanza diatribas desafiantes contra el cielo. Pero en este cielo habita un dios decrépito, sordo como una tapia. Luego piensas en el niño que lloraba, y al que fuiste incapaz de consolar. Piensas en la madre que, al encontrarlo por fin, sólo en la esquina de la calle, lo apretó entre sus brazos con fuerza, contra su pecho, susurrándole al oído palabras incomprensibles en una lengua ajena.
*


Para Matilde, Paco y Elsa


Habían pasado ya los cinco años, y era costumbre familiar desenterrar a sus muertos. Atravesamos en silencio el cementerio, mi madre y yo. La mañana era clara y muy serena. Desde el fondo del valle llegaba el tañido de las campanas. Al final de los nichos encalados nos aguardaba ya el sepulturero, con la caja abierta de nuestra tía. Mi madre se había sentado en una silla, como una matrona que asistiera, muda, a un parto sin milagro. No dijimos nada. No hubo allí ni el llanto ni el descanso de la muerte. Recuerdo el cabello astroso de nuestra tía, pegado a su calavera, sus manos rígidas como sarmientos retorcidos, el vestido de encajes infantiles relleno de ceniza. Sólo se oía al hombre partiendo en dos los huesos como varas de reseca leña.
*
Para Carlos Jiménez

Me pregunto qué sabe el viejo halcón de Neri, y qué sabe su emperatriz, doradas las plumas de su vestido escamoso. Qué sabrán mis dos príncipes de esta desidia de la sangre que postra nuestras almas. Qué sabe el viejo halcón de mi deseo, y del deseo de todas estas hierbas secas, almas que fueron un día vigor en las colinas, qué saben ellos del arbusto del durazno, que con ávidas ramas trepó sobre los muros, para beber los rocíos de sus albas soñadas. Qué saben mis halcones del fracaso donde incuba el deseo, este deseo metafísico de nada en absoluto. Oh príncipes de esta hora altiva, qué saben del pajarillo sin dios que anidó entre las tejas del convento, y que allí murió, al fondo de los vésperos, en el fin de los mundos, esperando un compañero. Qué sabes tú, orgulloso halcón de Neri, mi príncipe máximo, mi sanguinario amigo, qué saben tu pico y tus garras, si eres tan sólo un dios arrasador que me visitas, y que me mientes.
*



Toco la muerte cada día. Todas las mañanas cuando salgo de la casa hacia la playa, el adelfo ardiente es la presencia de una sombra que vigila mis pasos. Cierro la puerta, oigo los ruidos de la calle, miro el adelfo. Sé que sus ramas no son ramas. En realidad son dedos que rozan mi camisa al pasar por la avenida, deseando atraparme. Sus flores no son flores, sino búcaros donde palpita un escorpión con su vientre inflamado de ácidos licores. Toco la muerte cada día, pero no importa. Hoy he visto sus pétalos malignos desprenderse en mi camisa, los brazos de sus ramas llamándome, los chorros invisibles de su polen nimbando mi cabeza, el humor de su perfume entrar en la corriente inconsolable de mis venas, e iluminar allá adentro mi sangre con su rara ceniza de escarcha. Lo sé, toco la muerte si rozo embriagado con mis manos el inconsciente arbusto del adelfo, pero qué importa. Yo sé que nada importa si somos uno más de los anillos que forman la inagotable cadena de los hombres, las bestias y los tiempos.
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Lo esencial del pensamiento es su poder sobre el detalle. El resto suele matar.

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Afirmar que hay una «poesía del conocimiento» resulta tan irrelevante para la poesía como decir que hay pájaros que vuelan.

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La poesía es comunicación, claro que sí; comunicación con el dios, en la lengua del dios y con los fines del dios.

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Débil pabilo el de aquel obsesionado en mantener sus llamaradas.

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Soñar lo que realmente está sucediendo es el acto fundamental de la existencia.

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Escribir, soñar… representar algo mediante un ritmo.

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Lo que no es energía autocreadora no es ni verdad ni belleza.

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¡Ah, el significado!, la excusa perfecta para corromper la verdad.
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A menudo aquel cuya luz se encuentra eclipsada por la cercanía de astros relampagueantes posee eso que llamamos claridad interior. Esos ven de noche, en los fondos abismales de lo oscuro. Los conocemos porque, como ciertas bestezuelas, son inaparentes a los demás y, al tiempo, capaces de ver mediante una cascada de ligeros ultrasonidos que anteceden el husmeo de sus naricillas sonrosadas. Pasan desapercibidos, su piel es muy blanca o casi transparente. No hacen ruidos. No son vistos. Y, de igual modo, la luz diurna, o el clamor excesivo, la prolijidad del lenguaraz, les dañan. En plena luz no son vistos, y apenas ellos mismos si logran ver allí donde los demás exponen su irisación de escamas, su badulaque de jugueterías brillantes. La luz los deslumbra porque teme ver al dios cegador al otro lado de los cortinajes, y tal vez por ello prefieren la mina interior, la veta negra del conocimiento a donde nadie accede. El espejo mudo. La noche. Y aun la ceguera.
*



Todas las noches escuchaba el chillido del mar tras los chaplones de la casa. El humor de la claridad lunar elevándose desde las aguas. Entonces los peces voladores del mar cruzaban la playa y se adentraban en la tierra de las huertas. En mis sueños aún sus cuerpos negros y brillantes atraviesan el vaho caluroso de la noche. Los oigo golpearse en las ventanas de la casa, aletear en el polvo de las huertas con sus branquias ensangrentadas. ¿A qué venían los peces voladores desde el mar, a qué venían desde el océano abismado de la noche?
*



ALOCUCIÓN CONTRA UN MURO
I m'ho pregunt encara en mil resquestes:
les ficcions —i jo en visc!—, fan escalva
la ment, o són els seus camins celestes?

J. V. Foix


Vengo de un fondo de agolpadas edades para hablarle a este muro, vengo de un fondo abstracto de recuerdos mezclados con mañanas sin vida. A ti te llamaban Tánatos —me dijeron unos hombres— y vestías las chaquetas podridas de los ancianos muertos bajo el sol de las cinco. Si buscaba en mis bolsillos encontraba siempre las llaves de una casa que envolvieron las ramadas de jazmines y de adelfas. La tierra me era huraña y vagos los caminos por huertas y majanos. Estoy buscando una casa —les dije—, en ella vivía mi madre, la amiga y el hermano. Tal vez aún me estén esperando, mientras gira la araña la rueca de las horas. Vengo de un fondo de olvidadas edades para hablarles. Al principio perdí mi senda y vagué por playas alejadas y por pistas de ceniza, que otra vez me llevaban a esas playas. Creo que te llamaban Tánatos El Ciego —me dijeron los mirlos de una plaza—, y vestías los trajes de empolvados esqueletos. Más tarde sé que anduve por las calles más desiertas de este pueblo. Al pasar por allí me entretuve en los toldos, admirando las rotas manos y los senos y las medias cabezas de las viejas estatuas de una villa excavada. Me atendía siempre el mismo morabito, que era yo mismo, mas sin memoria ni entrañas ni aflicciones. Vengo de un fondo de claros mediodías, donde vuelan halcones en tardes desiertas y suenan campanadas. Recuerdo que vi más tarde la sangre disecada en los muros, formando los dibujos de la muerte. Ayúdame, le dije al morabito que inútilmente me miraba sin comprender nada. Estoy buscando a mis amigos. Estoy buscando a quienes en otro tiempo amé, a quienes amo todavía. Vengo de un fondo de rotas esperanzas, de un teatro de palabras hueras y falsos personajes. He llegado a la puerta sublime de la casa, a la Duat. La aldaba es la cabeza de un león que me mira son saña. Ayúdame, le dije. ¿A ti no te llamaban —respondió—, Tánatos el fingidor? A qué acudes ahora. Tu tiempo se ha acabado. Vete. Yo venía de un fondo de huraños resplandores, venía de mí mismo. Ahora cae la tarde con su malla de luz sobre este muro. Veo el dibujo de sangre, el retrato anónimo de la muerte, y hablo contra el muro: sólo buscaba a quienes he amado y traicionado mil veces de palabra, obra y deseo.



EPÍLOGO
El lector tiene entre sus manos los materiales que proceden de tiempos y estados de escritura muy distantes y diferentes entre sí. La existencia lo modifica todo y —como he dicho en otro lugar— lo que llamamos obra las más de las veces no es otra cosa que un hombre meditando su existir irreparable, es decir, su modificación. No hay más. Así que otra vez, como en libros anteriores, reúno aquí algunos de los poemas en prosa que me fueron dados a lo largo de los últimos cinco o seis años de este existir mío.

Es verdad que no pocas de estas prosas fueron escritas con cierta intención fotográfica allá en las islas orientales de las Canarias: en Fuerteventura y, especialmente, en Lanzarote. Islas radicales, propicias para acerar la aguja del lápiz. Sin embargo, otras muchas —la mayoría— acaecieron en cualquier lugar y de cualquier modo, consecuencia de la bruta necesidad.

Por último. En la nota final de mi libro anterior, Tiempo entero (2002), escribí lo siguiente: «... la tercera y cuarta parte de Tiempo entero son el resultado de un arco de escritura cuyo tiempo interior acaso no haya finalizado aún...». Cinco años después creo sinceramente haber cerrado ese arco con la publicación de Terraria. Con el libro de hoy, pues, quedan atrás las obsesiones de ayer, las que acompañaron el mero existir y su meditación, en mi caso, la escritura poética.
F. L.

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