Cartografía (1999)/ Tiempo entero (2002)/ Terraria (2006)

miércoles, 26 de agosto de 2009

TIEMPO ENTERO [Calima, 2002]

I
COLUMNAS

Contemplo estas columnas, su orden.


Los días poseen su forma,
su color cereal y su equilibrio.

Aquí la luz es vertical y perfecta
y se vuelve presente
y se demora en cada cosa.

Porque en este lugar la mirada comprende
que sólo en lo sencillo
es posible lo eterno.
*


SIESTA

Me he despertado
de un largo sueño.

Afuera gime el viento
con oleajes de arena

por la tarde quemada.
Ya no recuerdo

cuál es mi nombre,
a qué he venido.
*


LA PUERTA

No sé por qué regreso
al fondo de este valle bajo mantos de flores.
Para ver esta puerta, como siempre,
y su aldaba bruñida con cabeza de tigre.

De niño acariciaba el ámbar
de sus negras heridas, de sus clavos.
«Espera en el zaguán» —me decía el abuelo,
y me dejaba a solas
en su adusta presencia de olorosos barnices.

Paseo ahora por el pueblo
mientras recuerdo. Es mediodía.
En el sopor escucho
un murmullo de ramas
que vagan por las calles
con sus voces ya muertas.

Me adentro en el zaguán, frente a la puerta
donde el abuelo me dejaba, esperando.
En ella hay un gigante del pasado
que siempre está punto de hablarme.
Qué manos, con qué pulso
sereno en la madera
tallaron su mensaje inalcanzable.

La puerta es vieja. En ella sobreviven
las lluvias de verano, los otros mediodías,
las sombras de los muertos.
*


GORRIÓN

Como un regalo en la mañana
abriéndose en sus rayos de fuego,
un regalo pequeño
para la vista hoy cansada
de páramos iguales y de viento.
Como un regalo, sí,
que anima nuestras horas
de hastío entre los libros,
este gorrión de los desiertos
posado sobre el muro
de la casa en Tetir
—raza alada sublimazione
(así lo llamó Saba) del rettile.
Joven padre que alegre
de su misión humilde sobre el mundo
no duda y alimenta a su linaje.
*


Estos limones llevan
ardiendo toda el alba
para alcanzar su forma,
su milagro sencillo.

Los frutos que conocen
el rumor de las árnicas
cuando pasó la brisa de la noche
por el fondo del campo.

Si los toco, en mi mente,
se escuchan las querellas
del halcón impaciente
girando en los bancales,
sobre el juego de un niño.

Los limones.
La hermana los dejó sobre la mesa,
en el cesto de mimbre.

Ahora, cuando la noche baje,
y regrese el halcón a la ventana
de las regiones del empíreo,
más allá de los astros,
flotarán en el sueño los limones
y el rostro de mi hermana,
dormido, entre sus velos, sonreirá.
*


DESEO

Estoy cansado
de tiempo y de palabras.

La ardiente calima
sepulta mansamente la ciudad
con urnas de polvo.

Hoy no deseo
sino el rumor del viento
y las campanas doblegando
la espiga del ricino.
*


El camino entre huertas
hasta la casa, sus columnas
de madera esculpida
por las lluvias ardientes del verano,
laureles poderosos que clavan
en la tierra mohosa sus ásperos brazos,
acaso el débil canto
de una fuente de piedra
presentida en silencio,
las aguas estancadas que en su fondo
de apelmazados limos
custodian las voces, los lívidos rostros
de las muchachas enfermas
que aquí vivieron.
*


CEMENTERIO DE TETIR

Ahora, cuando apenas se distingue la claridad de la tarde del resplandor nocturno de los cielos, siento que Tetir jamás despertará de su antiguo señorío de calles blancas y serenas. Tetir jamás desvelará los rostros de las niñas cuyos nombres he leído en las lápidas del extremo cementerio: Nuria, Esther, Adelaida. Niñas muertas a sus quince años. Urnas golpeadas por vientos sarracenos, cruces blancas veladas por las madres en las albas secretas. Jamás concederá Tetir otro soñado atardecer como este. Atardecer de laureles abrasados al sol, de sirocos cegadores, de insectos trastornados en la luz. Jamás otra sombra de calma en la brusca aparición de la muerte, ni más palabras sanadoras en labios inocentes.
*


FIEBRE

Estoy aquí
sumergido
bajo un remanso
de silencio.

Siento posarse
como un vaho en mis llagas
este cielo de acidia
que me aturde.

A lo lejos se escucha
la ventisca que arrastra
como un leproso por las gradas
su manto de carroña.
*


Escucha el viento del hastío en las terrazas, aullando a lo lejos. Siente desde el sueño el latido del placer en los leves pistilos de la sangre. No te muevas, apacigua tu cuerpo junto al mío, no te muevas en la urna de tu sueño. Escucha sólo el viento, este viento que gira y gira en la amarga abrasión de la tarde. Deja así tu cuerpo. Duerme. Escucha el viento, amiga mía, el aullido leproso de sus perros que anuncian en los fosos sin fin de la fiebre el sórdido temblor de esta extraña vigilia que no cesa.
*


VISITA DEL ABUELO

A veces sueño con mi abuelo.
Lo veo pasear por la alameda
bajo un sopor de ramas,
entretenido, igual que un niño,
con la charla insolente de los mirlos.

Levanta su bastón el abuelo y los señala
mientras busca sus nombres
en las salas vacías de su mente.

Viene hacia mí
el padre de mi padre
entre vahos de lluvia,
una lluvia ardentosa, de ceniza,
viene hacia mí
un poco cojeando, con su traje raído,
y sus rizos mojados que huelen a tabaco.

A este lado del tiempo ya no hay mirlos,
me dice, sólo tórtolas
y sus cantos adversos.

Mueve, el abuelo, los labios para hablarme.
Entonces me doy cuenta,
y levanto los ojos de este libro en que leo
la acidia de las horas.

Mi abuelo ya se ha ido,
marchó hace mucho tiempo,
un día de aguacero como este,
con gallos que cantaban sobre un muro
su larga despedida.

Lo veo ahora disolverse,
más allá de las frondas transparentes,
él y sus pájaros sin nombre,
el padre de mi padre,
el muchacho con rizos que huelen a tabaco.
*


RESPUESTA

¿Y el misterio de Saba?
preguntas en tu carta.
No sé por qué su nombre
descendió hasta el ramaje de los versos.
No era un misterio, al cabo, sino
un nombre: Umberto Saba,
el sencillo italiano,
que ya en sus últimas jornadas
de paso en este mundo dedicó
su tiempo a un bello libro —Ucelli.
Cantó al gorrión humilde
como el mismísimo Catulo,
mas lo llamó con honda pena
«sublimación de reptil»,
pues aunque en él palpite algo divino
—ah, la humildad de los gorriones—
la esencia de su origen no es celeste.
*


TIEMPO Y PÁJARO
En pie, sobre el brocal, un mirlo.

No canta, en pie, sobre el brocal,
medita solamente
el pulso de los años
que deja viejos a los árboles
con su blanco reloj de mediodías.

Un mirlo que atraviesa
las paredes del tiempo,
los húmedos zaguanes portugueses.

Ha visto un cuarto, y sus ventanas
que daban a una plaza,
y unos hombres andando por la plaza
con vestimenta antigua.

Ha visto el mismo cuarto disolverse
y formarse un jardín
con una fuente,
y está en la fuente ahora, el mirlo,
en medio de esta calle,
parado en el brocal, orgulloso de sí.

Lleva en pie miles de instantes.

II

ESTATUAS


Sillas vacías,
las estatuas volvieron
a otro museo.


Yorgos Seferis



Sobre la mesa
botellas de colores
y cigarrillos.
Estoy aquí, postrado,
con la luz de tarde.
*


¿Quién dio palmadas
desde el fondo del patio
en nuestro sueño?
*


Creí haber dormido toda la tarde, desde la hora de la siesta, un sueño ligero, interrumpido sólo por el tañido de las campanas de la iglesia. Afuera, el calor golpeaba las chapas de zinc. Las calles polvorientas del pueblo, las ventanas selladas con cal. Oí el murmullo de las muchachas en el cuarto contiguo. La misa es a las cinco, se dijeron entre risas. Las imaginé de luto, vírgenes. La brisa comenzó a agitar los papeles de fiesta. A esa hora, cuando los tejados se rizaban bajo la indomable canícula, la pensión se quedaba vacía.
*

Lenguas de cirios
murmuran en el templo,
pero en las calles
la multitud te aclama
como bestias sedientas.

(Semana Santa)
*


Ha pasado toda la mañana tumbada en su hamaca. El mar le ofrecía el fervor solemne de la luz. A veces se ha dejado dormir mientras fumaba. Luego se ha sentido astuta, embriagada. Ha dicho que la isla había resucitado para siempre, coronada de uvas brillantes y de algas, como un dios griego adormecido junto a imaginarios pinos. Se ha dormido un instante. Las chicharras han elevado su canto de oro por encima de las huertas. La he mirado: el cigarrillo encendido entre sus dedos, el sombrero de pajizo cubriéndole el rostro, sus senos desnudos como serpientes, apretadas en el ácimo olor del salitre. El libro abierto sobre pubis inocente. Es una isla casi griega, ha dicho desde el sueño.
*


Hasta aquí llega
el olor de su pelo
recién bañado.
*


Desabroché
su camisa de luto.
Encajes negros.
*


Por laderas desiertas
clamando su carroñas
se disputan mi sombra
implacables halcones.
*


Huertas vacías, desventradas. Surcos blancos antes de la ignición de la noche. Tosca ardiente bajo el pie desnudo. Sed de la rama al sol entre unos muros. Silencio invisible custodiando la tierra, la claridad sin vida de la tierra mortuoria junto al mar, inmóvil duración antes de todo sacrificio.


Creció sin orden
en la pista de tenis
la enredadera.

(Casa de la Marquesa)
*


Flotan las barcas
en la calma de Neri.
Altos cipreses
señalan el camino
en las piedras ardientes.
*


Viejo halcón de Neri, tú que fluyes desde la altura, tu que fluyes ligero en los ásperos terrones de la tierra quemada de las huertas. Hoy polvo cubriendo las losas de esta villa, y escaras de cal desprendidas de los muros milenarios. Contemplo la hojarasca roja, la crepitación oscura del viento que agita densamente las agónicas fibras moribundas por el aire. Ah viejo halcón de Neri, desciende tú hasta la perfidia inconsciente de los grumos con tus alas, liquida con tu ojo el temblor de este rostro, liquida el pavor que imponen los segundos en al carne. Negro halcón sin nombre, apacigua para mí esta negra alquimia de tedio y muerte en la hora más desierta. Voy cegado, solo, bajo el dominio de esto soles, por las anchas riberas de las nubes. Contemplo tu sombra sobre el imperio metafísico del aire, sobre el vapor de mis pisadas, sobre mi cuerpo transparente entre las losas. A dónde, venerable halcón, a dónde, por qué infliges en mis labios la amarga curvatura solitaria de altísimas, torturantes palabras de anunciación.
*


Fluye, tú, brisa silenciosa negra
sobre ramas agitadas fluye,
arde brisa de abrasión por el ramaje,
fluye, oh tarde silenciosa negra.

(Tarde en Las Angustias)
*


El campo se ha quedado
dormido bajo un manto
de tedio y de cigarras.
*


Vuelo de halcones
por el orden estricto
de los cipreses.
*

III

15 POEMAS INGLESES



Solo y enfermo
en los jardines ateridos de Saint Paul,
en silencio la tumba
pequeña, el pebetero
de mármol, el musgo
de siglos. Solo y enfermo
contemplando la tumba
de una niña sin nombre sobre el césped,
una tumba sin nombre,
completamente anónima
que en esta mañana
inclemente de agosto
recuerda el final
de las horas, la trivial
monotonía del tiempo bajo esta
interminable
lluvia extranjera.
*


En pie
ante el gran Buda
y su sonrisa. En pie,
estremecido en la belleza
de sus labios de piedra,
turbado como amante
ante el árbol erguido de su pecho
y sus muslos turgentes.
En pie, solo, ante su urna:
aquí está el que ha alcanzado
la extrema videncia, el que duerme
en la vigilia del mármol. En pie,
indigno en su presencia,
cara a cara ante el dios
vendido como cebo a los turistas,
sometido como una puta
por unos cuantos
miserables peniques
en el British Museum.
*


Como lluvia de agosto cayendo
apacible en las aguas estancadas
y turbias este río Támesis.
Como esta lluvia
cayendo sin violencia
me entrego a los perfumes
del Asia, al ámbar
de los bosques de Liberia, a la voz
del sitar resonando entre las tiendas.
Como esta apaciguada, adormecida
lluvia sin tiempo, acogedme vosotras,
serenidad sencilla de las cosas. A todas
me entrego porque sois inmutables,
como rumor de lluvia a la deriva
de este viejo río macilento.

(Camden Town)
*

Así amanece el día lentamente
por los ciegos escombros del hastío
y despiertan los hombres
de los lagos durmientes de su sueño.
Así amanece el alba fría entre la niebla
y llega la mañana hasta la carne de los cuerpos,
esta mañana herida como un pájaro
que envuelve el mundo con sus alas
de ansiosa luz. Esta mañana herida
como un pájaro que a todos nos entrega
este remedo trivial, este cansancio
mil veces inferior a la existencia.
*


Donde quiera que estés,
hermano de las islas,
frente a los muros de Tetir
contemplando la luz
como decían los antiguos,
o adentrado en las selvas
de laureles umbrosos.
Donde quiera que estés,
esta es mi carta,
escrita en un vagón
maloliente del metro,
frente a una momia
del Museo Británico,
esta es mi carta
para ti escrita
que simula los signos
de papiros egipcios
y dibuja tu rostro
en los bordes del mío.
*


Renace la mañana en Brookhill Road. Se estremecen las hojas de los árboles muertos, la escarcha de las ramas podridas. Renace la mañana y el frío hondo de la tierra macilenta abandona furtivo las esquinas de la noche. La brisa se deshace como el cuerpo de una muerta que vagara sus últimos instantes por las calles de este Woolwich Arsenal al que he venido. Renace la mañana, sí, revive la luz que entrega a cada cosa los pulsos nuevos de la sangre por los torrentes del sueño. Revive el canto de las cornejas en los parques mojados, el trasiego inquieto de las ardillas. Oigo a Mohamed que en el cuarto contiguo comienza sus plegarias, y al joven Nick, chino-americano con sus discos, y al oscuro y sucio Tomás el judío, y todos, redimidos, renacen al alba con la luz primera de este mundo y sus ciclos cansados y repetidos, y así el alba en la niebla, esta mañana en que soy uno más de estos hombres, se llena de dioses distintos y de ángeles vestidos con extrañas armaduras y túnicas y sharis y pieles de tigre, y una aureola divina y dulce envuelve el sueño de los que aún duermen y esperan despertar más allá de los mares y los desiertos y las montañas, en la transparencia irreal de un Edén en la tierra.
*


Pero tú permaneces,
viejo árbol de Brookhill,
engendrando la aurora que ha de venir del cielo.
Tú quedarás en ti, y quedarás en mí,
y en la hoja donde escribo esta mañana,
en la tenue fecundación del frío
el no extinguido vuelo de la tierra.
Tú permaneces como alianza
señal de una promesa venidera,
y quedarás en mí, y quedarás en ti,
palabra pronunciada para la luz de agosto,
árbol, árbol de Brookhill,
perpetuo en la colina de las casas
bajo la lluvia inglesa de otro tiempo,
cantando en el origen de las cosas.


IV

TIEMPO ENTERO

Va a empezar a llover sobre el viejo solar.
Una montaña
de maderas podridas y de escombros
es el mísero imperio
de un perro que allí sueña,
huraño entre malezas.
Va a empezar a llover.
Tiembla
un momento la luz entre las hojas
fijadas sobre el cielo de la tarde.
Hay algo impronunciable
en el lugar, algo
mezclado con los grumos de la tierra:
presencia abstracta
de tiempo. (Hubo aquí
una casa, lo sé, grande, y sus gentes,
rostros de oscuridad humana
que jamás conocí.) Presiento
en calma el aire entre los ramos,
como un último aliento
antes del frío.
Va a empezar,
Sobre este único instante que es el mundo,
la lluvia, su duración serena.
Un perro y yo somos testigos
—lo oigo ladrar en la arboleda—
del múltiple milagro de lo simple,
de las gotas primeras de este invierno
que anónimo regresa
hasta el quieto escenario del vacío.
*


EL ORDEN

Desde las olas del mar llega el orden. Así descansa la tarde de los mundos, en la visión del cielo de verano. Desde los pulsos del mar, en esta tarde clara y sola, ante el borde suspendido frente a acantilados negros, las olas dictan el orden, el orden contemplado en los espacios sucesivos. Allí descansará la tarde clara de los mundos, visión del cielo de verano, donde abreva el líquido rojo del orden el ciervo invisible de los cielos.
*


LA TARDE

Hemos salido hasta el camino
después de la lectura.
Sin percibirlo, lentamente,
la tarde se ha borrado en la maleza
serena de la noche.
Apenas comprendemos estas nuevas señales:
la densidad del aire que sube desde el mar,
las nubes solitarias que se alejan
bajo los muros de las fincas,
el aullido de un perro
que despide esta luz definitiva.
Veníamos de un mundo demasiado
estable, demasiado perpetuo.
(Había una ciudad, o su espejismo,
en medio de las dunas polvorientas.
Sus calles visitadas en el libro,
ligeras músicas que extrañas
resuenan en nosotros todavía.
Vimos sus gentes detenidas
en un instante eterno.) Y sin pensar
bajamos el talud
de tierra, con cuidado, hasta la playa
que siempre ha sido nuestra.
Hemos andado por las dunas, solos.
Un resplandor final entre las piedras
nocturnas —pienso— son indicio mudo
de que aquí estuvo el tiempo, bajo el sol.
Un tiempo leve dado en sacrificio,
el tiempo de los hombres,
y la luz de los hombres
En un mismo libro.
El verdadero libro final de la conciencia.
*


Hasta aquí llega el canto de la tórtola, hasta la membrana última del sueño donde duermen las aguas en sus círculos. Estoy viendo los álamos doblados sobre el río, en la ciudad nevada y negra. ¿Dónde estamos? Tu cuerpo flota en las aguas, los rizos de tu pelo se enredan en las más profundas ramas del árbol invertido del recuerdo. Te vas hundiendo lentamente, Los ávidos animales ciegos del fondo te reclaman, tiran de ti hasta los limos. Allí desaparecerás para siempre. No habrá nada de ti después. ¿Dónde estamos, amigo? Engendrarás sin saberlo en la materia, hasta el fin de los días. Y ya no serás nada. Estoy aquí, en parte alguna, a donde sólo alcanza el canto de la tórtola, en el centro del círculo —final recinto placentario tuyo— donde hondamente te deseo.

(Carlos)
*


Es otra tarde
de invierno en este pueblo
oculto entre dos valles y sus campos.
Es otra tarde, en calma. Siento
Llegar la brisa a los laureles secos
—hay algo en sus troncos,
en sus brazos cortados,
algo de reflexión o de dolor
hacia el cielo. Es el vaho del mar
que antecede a la lluvia.
Es el viento del norte azotando
la hojarasca en las calles.
Es la inminencia del frío
o el telón de las nubes anunciando
en los ciegos fragmentos del aire
la tormenta primera del invierno.
Es otra tarde en este
remanso agónico de luz
—hay algo en las montañas,
un resplandor oscuro por las nubes.
Tan sólo es eso,
el mundo repitiéndose a sí mismo
en el borde del tiempo
donde todo regresa
hasta el origen.
*
FLOR

Qué olor me estás diciendo, flor, qué olor del mundo me estás diciendo desde tu ramo abierto en la avenida. Estás cayendo por tu luz hasta tocarte en lo profundo transparente de esta hora, con existir completo. Estás cayendo, flor, por tu luz, en la corriente de ceniza perfecta de ti misma. Qué olor me estás diciendo en la avenida sola, por encima del mar nuestro que no cesa. Qué olor me estás diciendo para que yo despierte, flor, para que yo despierte y levante los ojos de esta tierra poseedora y su vigilia indetenible en que soñaba.
*


EXISTENCIA AL SOL

A ciegas entras
a través de un recinto
de escombros y parrales.
El sol es un cilicio
que corroe tus ojos.
Escuchas una tórtola
llamando desde un fondo
de ricinos y espectros
con voz de muerta.
Estás bajando ahora
—tu paso es indeciso
por baldíos abstractos
hasta las lindes de una casa
—el viento la destroza
con sus ásperas lenguas
de púas y de azufres.
Un perro te recibe cotidiano
con ladridos. Comprendes:
todo su mundo es tuyo,
otro lugar sin nombres
como un vacío abandonado,
sin término te pertenecen
espacio, bestia y luz.
Pero tú no oyes nada,
la tarde únicamente,
su vibración magnética,
el trompo giratorio de las horas.
La tierra en la que andas ya no existe.
Sola, tu sombra llega
exhausta junto al muro.
Estás frente a una puerta.
Las escaras de cal
son nieve calcinada
que flota en los geranios.
El viento agita lejos
los campos de lentisco.
Estás frente a ti mismo,
la ceguera es completa:
has venido —te dices—
hasta ninguna parte.
Tu sombra tiene sed.
Descifras tu existencia.
*


En el jardín, las suaves
hendiduras abiertas en los predios
de este invierno del norte.
(Hay un hombre inclinado sobre los surcos negros
su mano anciana dicta
su pulso a los abismos.)
Llega una luz serena, de misericordia,
como un aliento frío que brota de las ramas
y envolviera este día con presagios.
¿Cuál es el fundamento de la vida,
cómo decir la palabra de todo desciframiento?
Estás solo. Contemplas
la quietud de estos huertos extraños,
el hombre con la azada, su perro
blanco, el jardín, al fondo los enormes
robles junto a la verja. Piensas
que arar la tierra fue también,
en el origen, cuando
aún los dioses amaban a los hombres
y en ellos alentaba la sustancia divina,
hallar el fundamento del tiempo y la existencia,
su sentido.
Estás frente al jardín, tras la ventana.
El viejo desde el fondo te saluda. Su sombra
se funde poco a poco en la maleza
abstracta, oscura. Ya no hay nadie
bajo la lluvia suave encharcada en los surcos,
sólo el jardín vacío en la unidad
perpetua de la tierra.
*


COLINA DE LOS PÁJAROS

Hay ramajes tendidos
al sol, sobre los muros desdentados.
Aún el sendero
sembrado de guijarros
llevará por el tiempo hasta los cuartos
en la colina, ardiente a mediodía.
Las zarzas encendidas y el espliego,
los geranios silvestres —el rojo
soberbio de su flores—
cubren la casa y los jardines.
Hay una fuente junto al patio
labrada en tosca piedra.
Hasta allí por septiembre,
retornan en bandadas los gorriones
para beber los signos de la tierra
en entregarlos al fuego del verano.
Es un lugar ya casi olvidado por todos
—¿recordarán mis primos
algo de nuestro juegos en las ruinas,
entre lagartos y alacranes?
Regreso al lugar. Cruzo
pensando, los sembrados secos.
Rozo al pasar las flores de un aldelfo
que caen como rescoldos
en la hipnosis del sol y de la tierra.
Regreso, con los pájaros,
para ver nuestros rostros,
para vernos —sus cantos
irrumpen en el vaho de mi mente:
veo la casa, nuestras sombras
vibrar al sol, sobre los muros
de dorado silencio.
Cae brillante la tarde entre sus ramas.
Regreso con los pájaros
a la extensión perpetua del comienzo.
*


Va a cantar ahora mismo
el primer grillo de la noche,
el primero de todos,
el grillo que me habló
en los calmos albores del verano,
desde el coro febril de sus hermanos.
Cada noche, una estrella del empíreo
ha ardido con su silbo de labriego.
En un instante va a cantar su partitura.
Lo aguardo mientras leo, el grillo único,
con la ventana abierta
y el balcón encendido
en la noche postrera del verano.
Es el último, el único que sabe
—ha cruzado cantando hasta nosotros
el marasmo del tiempo—
la densa música del mundo.
*


Ha estado lloviendo toda esta muda mañana de enero, una lluvia fría, monótona, sin eco. Altos voladores de fiesta han retumbado en los patios. Mujeres vestidas de luto llevan cirios encendidos por las calles. Un cristo sangrante bandea sus halos y espinas de plata sobre los hombros de los mozos. La beatería, emocionada, musita rosarios mientras llegan en procesión callada hasta la plaza. Turban los sentidos los perfumes mezclados del incienso y la lluvia. Tiemblan las campanillas del crucificado, la cera de las luminarias se derrama como esperma, ladran los perros a la comitiva, llueve, llueve con furia sobre el pueblo, llueve y suspiran las muchachas embozadas en velos de oscuro deseo.
*


Escribo tarde,
sumido en la nutricia madrugada de Escorpión,
en la elevada alcoba.

Enfrente de la casa hay una selva
de laureles enormes
—el tiempo entero me acompañan,
con su charla dudosa de ramajes.

La ventana está abierta hacia los astros
como en una ceguera.
Pero mi vela está encendida siempre
en atenta vigilia sobre el libro.

Escribo tarde,
en el quieto papiro del verano,
al dictado de músicas supremas
que llegan de dominios remotos que no entiendo.

Escribo tarde en la tarraza,
con la mente elevada hacia voces más altas,
mi oculto oficio.
*


Bajé hasta el mar cuando cayó la tarde
andando con mi sombra entre los muroso con la sombra del otro
En el sueño terrestre del verano.
Bajé hasta mar
en silencio, brillante
en la hora más desierta de la tarde.
Oía mis pisadas, las astillas
ardidas de los ramos
quebrándose a mi paso sobre el polvo.
Oía el roce de mi sombra
cruzar los lechos secos del barranco
entre nopales
que sorbían la luz hasta los tuétanos
en el borde del aire.
Fui hasta el mar
andado con la sombra
del otro, en la serenidad solar,
cuando cayó la tarde
vencida hasta sus círculos humeantes.
Deseaba saber más,
comprender la existencia
de todo cuanto al sol latía, saber
la promesa de la tierra, hallar
los sellos del origen
en que todo comienza.
Fui hasta el mar cuando cayó la tarde,
solo, pensando
que todo era una música, mi sombra,
y yo mismo que andaba junto a mí.
Oculta música en las arterias de la luz
donde beber un orden nuevo,
puro alimento al fin de la conciencia.

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